PIÍN, EL DE LA “MORRIÑA”.
-¡Anda!:
¿no has visto lo gordica que se está poniendo la criada de los Álvarez?”
Como no se
le conocía novio…, por ser de gente tan pobre, y la mayor de muchos hermanicos,
lo poco que ganaba se lo daba a su madre, no tenía ni un triste vestido pa ir
al baile; la otra comadre espetó:
-Con
lo abetón que es, veremos si no la ha preñao alguno de los señoritos”.
-Lo
difícil será saber cuál de ellos.
A
los cuatro meses del chismorreo de las vecinas, Remi “La Morriña”, se puso de
parto; prematuro porque a pesar de su preñez, no dejó de ir a por agua al caño,
de fregar los suelos, de poner lumbre, de lavar en la pila del corral, de
planchar con la de carbón, de preparar comidas, fregar,... Dio a luz en el
cuarto de las criadas. Lo mismo que cualquier hembra del campo, así que lo lavó
el practicante, puso con ternura, al niño en su pecho y regazo.
-¡Qué
poco sentido..! ¿Quién es el padre? Como nadie lo va a reconocer, dentro de
tres días, vas con Amalio en la serret,
y llevas a la criatura del hospicio”.
-Señorita:
lo voy a criar, cuando crezca a lo mejor usted le saca algo de parecido. He aprendido
de mi madre el cariño por los hijos. Ella anda arrastro para darnos un cacho de
pan. Como ya he perdido la vergüenza, si usted me echa a la calle, me marcho a
la Muralla, y me pongo a la vida…
Intervino
Don Basilio, el viejo y bondadoso cura de la aldea, doña María Álvarez y
Álvarez, aceptó al nuevo huésped en su casona, pero con una condición: -“Sólo
mientras lo diera la teta”.
Al
día siguiente, el abuelo, en casa del cura, lo apuntó en el libro de
bautizados, como hijo “ilegítimo” de Remigia Pérez. Le puso, Pío, como él.
Remi
le dio teta al crío hasta los dos años, cuando ya comía de las sobras de la
comida de los amos.
El
tío Pío “Morriño”, andaba de cachicán y pastor de la vacada en el Valle. Le daban casa, agua de la poza y
harina “pa la hornada”; también media cuarta pa el cacho de huerta; su mujer,
“La Morriña”, nadie sabía otro nombre, apañaba, según el tiempo lo que podía
por el campo: cogido pa los conejos, respiga pa las gallinas, aternillos,
cardillos, espárragos trigueros, (para
vender) y ababanjas para ellos.
¿Quién
le iba a quitar a él de poner lazos a conejos y liebres, de coger nidos de
curra entre las espadañas de Amaldos, y de ordeñar, pa el gasto, a cualquier
recién parida? ¿Quién de apañar almendras de los linderones, y bellotas del
monte, en las colinas que bordean la extensa hondonada de las praderas del
Valle?
Con tantos
majuelos alrededor no iban ellos a carecer de uvas… Ya tenía buen cuidado de no
entrar en bacillar hasta que la arada no estuviera hollada por el amo; y de
pisar en esas huellas, derechas a las cepas de albillo, con botas de la misma
suela; ya tenía buen cuidado de ir al amanecer y coger unos pocos racimos de
cada cepa.
Así
iban sacando a la rabizada de muchachos, todo niñas menos el mayor que
mataron cuando la guerra. Así que podían
sostener a un niño en los brazos, las hijas de los “Morriños”, los del Valle,
ya se ponían a servir, en cualquier pueblo cercano a la finca, de rollas por la
comida. Cuando recogieron al niño de Remi ya sólo quedaban en casa las dos
pequeñas, las que cuidarían a Piín.
Éste,
Piín, puede que por ser ochomesino, y por el padre, se crió enclenque, tardó
mucho, y mal, en hablar. Todos decían: “si es igual que el zarabeto y patarrín
de los Álvarez…”
Eladia
y Rosaura, de siete y nueve años, cuidaban del niño, cuando salían los abuelos a buscarse la vida.
Sobre
todo en invierno, algún pastor con la telera próxima, se llegaba a la casa del
Valle a matar el frío. No faltaban ni leña seca ni hojarasca en la tenada. Le
llevaban a los niños acerolas en su tiempo, brunos, migajas del recio queso
pastoril que se esbronaba…, y les contaban las historias y noticias de aquellos
pueblos, distantes en la llanura.
Remi,
cada domingo por la tarde, le llevaba a su Piín y a sus hermanitas, los rebojos
de pan sobrantes de la semana, unos pocos garbanzos de la sisa del cocido
diario, trozos de tocino que, por rancio, ya no comían los amos. Era lo que más
agradecían para, a falta de otras grasas, condimentar su dieta campestre.
También los llevaba ropa que iban desechando los señoritos.
A
los dos años de llegar Piín, Rosaura se marchó de rolla an’cá los Concesos.
Eladia, cariñosa y un poco alicorta, no quiso separarse ni de sus padres, ni
del sobrino.
Y así iban transcurriendo veranos, otoñadas,
vendimias, sementeras. escarchas, deshielos;
sanmarcos, sanroques, los de las fiestas, los dos únicos días que iban
al pueblo…
Una
tarde, por San Juan, paró, a la sombra de la encina grande de la portalada, una
cuadrilla de segadores. Se llevaron con ellos a Piín, que ya tenía catorce
años, de atropil. Desmedrado y poco hábil no daba a bondo de juntar en gavillas
las manadas de dos segadores; en las vendimias casi no podía con las talegas; a
los dieciocho, los amos de su madre, lo llevaron a arar, al rebezo, con los mozos. No sujetaba la mancera. Además
era zarabeto y casi no sabía hablar. Su vida, su destino, estaban en la casa,
con la vacada del Valle. Además, sus abuelos, ya iban siendo viejos.
Un
mediodía, en automóvil, levantando polvo por la cañada, se presentaron los
señoritos de Madrid, amos del Valle. Al ver al matrimonio “Morriños” ya
viejicos, los quisieron llevar al asilo. Piín y Eladia se negaron: -“eeellos
nooos cuiiidaron de niiiños, nooosotros looos vaaamos aaa cuiiidar de
vieeejos”.
Y
los cuidaron, hasta que dejaron sus cuerpos, envueltos en sábanas viejas, en
hoyas bajo la encina grande. Vino el cura a echarles un responso.
Un
mal día, ya andaría Piín por los sesenta, se presentaron dos coches. En uno,
los hijos del amo primitivo; en otro una familia de La Bañeza, que había
comprado el Valle. Iban a quitar las vacas y a roturar las praderas para
sembrar remolacha. Le dieron una semana para llevarse los cuatro cacharros de
la casa. Marchó llorando a Quintanilla. Vio, fuera del pueblo, medio abandona
la caseta del hortelano. Al alcalde, Bernardo Áres, le dio pena, y le colocó, a medio jornal, de
ayudante del yegüaricero. Así tiraría,
hasta que los primeros tractores fueron echando a todas las mulas del campo. Él
no iba a dejar morir a su tía de hambre. En su aldea no había Auxilio Social.
Tuvo que ponerse a pedir.
Venía
a la villa, recorría casa por casa: -¡Tan,
tan!. -“¿Quién?”; -“Uuun pooobre, beeendita liiimosna”. Si tardaban algo en
responder, buena señal. Alguien saldría con el rebojo o la perra gorda. -“Dios se lo pague”, decía el pobre en tal
caso.
Cuando
no había limosna una voz, desde dentro le contestaba con el cruel: -“¡Dios le
ampare!”
Se
enteró Piín que a los “Cacalos” que también andaban pidiendo cuando ya no
valían para ordeñar y cuidar la becera, les habían dado el subsidio.
Un
Abogado de la villa, don Manuel Cossio, era el bondadoso gestor. A él acudió
llorando Piín.
-“Mira
a ver quién te firma estos papeles de que has trabajado para él”. Y se los
firmó el patriarca del pueblo, Matías Áres”
Marchó
Cossio a Zamora, al Instituto Nacional
de Previsión. A la semana siguiente le llegó a Piín la primera carta de su
vida. Se la leyó la vecina: -¡Que vayas mañana a Villalpando, a la Hermandad,
que te van a pagar el subsidio!
No
había visto nunca juntos en su vida tres billetes de cien pesetas.
Llorando de
agradecimiento se presentó en casa de Cossio.
-Dooon
Maaanuel, coooja, coooja, uuusted eeeste biiillete.
-No Pío, que tu tía y tú lo necesitáis más.
Le
dejaron, ya en el pueblo, la pobre casa de un emigrado, con lumbre, dos camas,
colchones de borra, mantas de campo; camilla, sillas, cuatro cacharros… Vino a
casa de Demócrito. Llenó la aceitera de dos cuartillos; un papel de estraza de
arroz, medio kilo de bacalao y otro medio de azúcar; donde el señor “Benino”
compró dos panes de a kilo,…
Aquellas fueron las Navidades más
felices de Piín “Morriño” y su tía Eladia.