miércoles, 3 de febrero de 2016

SEGUIMOS RECORDANDO A WALDINO CHIMENO MODROÑO, "TITO"




                SEGUIMOS RECORDANDO A WALDINO CHIMENO MODROÑO.

            Establecidos en Cañada Seca los Modroño Chimeno, Chimeno Modroño, aparte de tener tierras para el pasto de caballos, así que pudieron instalaron el alambique para dedicarse a lo suyo: ser aguardienteros, denominados allá “grapperos”,  por influencia de los italianos quienes al aguardiente le llaman grappa.

            No les iba mal, pero mi abuela María Chimeno no podía soportar la nostalgia: en medio de aquella vida tan dura, llena de niños sin médicos, sin maestros, sin curas, de matones que acudían a beber “grappa” (pueden imaginarse parecido a las películas del oeste) recordaba sin parar a sus padres, sus hermanas, su pueblo.

            El víspera de la Purísima de 1915, con los dos niños llevados de acá y otros tres de los cuatro que nacieron allá, Gil Agapito de 4 años, (muerto a los 25 en la guerra "incivil") Antonio de 2 y David de seis meses (a otro,  bebé de un añico, lo mató un curandero haciéndole una sangría), en el carro del abuelo, tapadicos con mantas, cuando tañían las campanas, entraron en el pueblo el joven matrimonio, los cinco niños, el baúl, una máquina de coser y un lazo de cuero, que conservo, y unos pocos dineros. Suficientes para comprar una casa en la calle Limpia y montar un taller de confección de zapatillas. Así que pudieron la alquitara, un carro y una mula. Mi abuelo era aguardientero.

            En cambio el otro matrimonio, el de Primitivo y María, nunca regresaron a su pueblo, ni a España, ni aun de visita. ¡A dónde iban a ir con diez hijos? Si, en cambio, mantenían correspondencia con Patro, la hija dejada en el pueblo. Y mandaban fotos. En una aparecen dos rollizos bebés de la misma edad, tío y sobrino; uno “Tito” el menor de los Chimeno Modroño, el otro hijo de Estefanía, hija mayor de los anteriores.

            Un día de primeros de septiembre del año 1952, al poco de tocar la queda “El Angelus”, cuando llego a casa de jugar por ahí, ¡qué revuelo en la vecindad!: un cochazo negro, precioso, grande (al poco supe la marca; un Cadillac) había parado en el rincón de las monjas. Era mucho más grande y nuevo que la “caja de cerillas” de Luis Mazo, y el tartano de D. Valentín, únicos particulares que había en el pueblo. Bajaban equipajes. Los muchachos y mujeres de la vecindad se acercaban…

            ¡Qué han venido los argentinos!, algo así como si ahora llegaran los marcianos. Así, de sorpresa, sin avisar. Unos años después de que hubiera muerto, a los 47 Patro. Muchos años después de haber perdido todo contacto con mis abuelos.

            Había venido, como embajador de su padre, quien anciano, aún vivía, el menor de los Chimeno Modroño: Waldino, Tito; Rosita, joven y elegante matrimonio, y una cría morenita preciosa, de unos siete años, Manuela.

            En los posteriores viajes y estancias, a lo largo de los años, oírle narrar las peripecias de este primer viaje a España, era una pura delicia. Tito era la alegría y la simpatía hechas persona, con ese precioso deje argentino. ¡Cuánto me tengo reído con él!
            Eran años de vacas gordas en la Argentina, gran productor de trigo, carne, soja, vino,  maíz.., cuando en Europa salíamos de la gran guerra, cuando en España estábamos en la alpargata y el racionamiento.

            El viaje lo hicieron en barco, crucero de lujo. Con ellos, de allá trajeron el Cadillac. En España faltaban bastantes años para fabricar el primer “seiscientos”. Desembarcaron, creo recordar en Cadiz. De ese viaje hasta Villalpando, por aquellas carreterillas en las que en lo asfaltado apenas  si podían cruzar dos vehículos, cuenta mil anécdotas.

            La noche anterior a la llegada pernoctaron en un hotel de Madrid. Traía apuntados dos nombres: “Villalpando” y “Francisco Gutiérrez”, y un ansia enorme de pisar el solar, las casas donde habían nacido y criado sus padres, sus hermanos mayores, de conocer a toda la familia, de la que no tenía mucha idea, salvo la del esposo e hijos de su media difunta hermana.

            En Madrid consiguió acceder a un mapa. Vio que el tal Villalpando estaba en la carretera de Madrid a La Coruña. Él calculó que como a doscientos kilómetros. Paró en Mota del Marqués y preguntó. –“Pase usted Villardefrades y el siguiente pueblo es Villalpando. Lo verá desde lejos”.

            Cuenta que, en el cambio de horizonte, al divisarlo desde la cuesta de “los Campos”. Paró el coche, contempló la llanura, se imaginó a su padre, a su abuelo, bregando por ella, y se puso a llorar.


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