A
MODO DE PEQUEÑAS MEMORIAS. (III)
No quedaría
completa esta pequeña biografía sin referirme a mi labor humanitaria de buen
samaritano.
Cierto que
el Evangelio dice lo de que “no se entere
tu mano izquierda…”, pero a esa se contrapone, “las palabras mueven, el ejemplo arrastra”. También la de “por sus hechos los conoceréis”.
Fui
caritativo y bondadoso desde niño, quizá porque en nuestra casa ninguno de los
muchos mendigos que llamaban a la puerta se iba con cruel “el Dios le ampare”. Por pudor no cito actuaciones de entonces.
Después, con Sara, la caridad hecha persona, resultaban más fáciles esas obras.
Hemos
ayudado a ganaderos en mala situación, perdonándolos rentas e, incluso, el
último pago de cierta mercancía; a inmigrantes, aparte de lo mucho a las
argentino paragüayas, le quité el frío al boliviano de Valdés, vendíamos alfalfa al prestado; pagó todo.
Lástima tuviera que regresar, era una joya aquel hombre. Con la ayuda de Belén,
entonces en el Hospital Central de la Cruz Roja en Madrid, fue tratado y curado
por el mejor especialista un niño con graves problemas de asma; el porcicultor
de los huerticos estuvo más de dos años abusando de mi bondad, cierto que tenía
el detalle de regalarnos un cerdito de vez en cuando. ¡Lástima!, qué pena cómo
su mujer me lo ha pagado.
Estoy
siempre dispuesto al favor. Cierto que, en la mayoría de los casos somos
correspondidos, tengo unos cuantos tan buenos amigos que con ellos se puede
aplicar la canción de Serrat.
Y, sin con
los extraños me he portado, me porto así, ¡qué decir con los familiares más
próximos..!, con mi hermana. Nos
profesábamos un cariño tan fraternal…, era tal alegría cuando venían en
vacaciones con los niños pequeños…, cuando decidieron construir la casa, (ahí
estuve) volver al pueblo en la jubilación, en las celebraciones familiares,
¡qué cenas de Navidad!, qué juergas en la peña por San Roque.., cuánta ayuda,
qué unidos en las desgracias… Omito
muchos recuerdos dolorosos por no ponerme melodramático, por respetar su
memoria.
En este
abrirles las ventanas de mi alma, saltándome lo establecido del ocultamiento en
las relaciones entre las gentes del pueblo, he de reconocer también mis
defectos. Hay uno principal: soy temperamental. A veces no me he podido
contener ante la necedad, la maldad, la maledicencia.
Existe un
borrón en mi biografía, aunque ocurrió en la transición, cuando era joven, ante
las descalificaciones a persona querida, cuando llegaba la democracia y “se
podía hablar”, le largue un puñetazo al interlocutor que le causó grave daño.
Nunca me he sentido tan mal. Lo pagamos. Me he arrepentido mil veces.
Aquello me
produjo trauma. Desde entonces me inhibo o huyo ante la violencia, ante las
agresiones verbales y físicas de que he sido víctima por ser ético, por luchar
contra la corrupción: matonismo, tan pueblerino, del que se jactan los autores,
como si eso les diera la razón moral. Yo soy un cobarde. (Anda que a lo largo
de mi vida no he dado muestras de valentía cívica) Los jueces ya se han
encargado, en los casos más flagrantes, cuando ha habido testigos honestos, de condenar a los agresores.
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Puede que
por los genes, por la sociedad de penurias en que me crié, por todas las
miserias humana que viví en casa de Cossio, por las dificultades económicas
familiares, por las tempranas lecturas (La Barraca, de Blasco Íbañez, Edmundo
de Amicis, Gabriel y Galán… Gironella), bien pronto, como el campesino del llanto de
Ramón J. Sender, tuve inquietud por todo lo social.
Ante
aquella, entonces doliente, emigración masiva de los años sesenta, pensábamos
qué se podría hacer. En el regadío veíamos una esperanza. En el grupo de “El
Tobo” algo nos movimos para que nos llegara el canal del pantano de Riaño.
Éste, Luciano López, Pablo Fernández, “Balastrera”,
y servidor, con 22 años fuimos los
promotores de la Concentración Parcelaría. Yo redacté la solicitud, cuya
fotocopia con todas las firmas (me la dio D. Eustaquio Villar, el ingeniero que
la hizo, muchos años después) conservo.
Ya por
entonces tenía noticia de los regeneracionistas de finales del XIX. Me interesé
por saber quién había sido ese Macías Picavea que nominaba al canal de Rioseco.
Por él llegué a Costa, a Ganivet.
Fueron las
voces que empezaron a clamar, a buscar soluciones en la situación de aquella
España paupérrima en lo económico, en lo moral, en lo político. Después me di
cuenta, salvando todas las distancias, en la coincidencia de mi actuación con
esas ideas regeneradoras.
En el
próximo capítulo (s.D.q) demostraré como
jamás he mentido, jamás a nadie he
calumniado ni pública ni
personalmente.
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