NO ES FÁCIL… (I)
Intentar ser un
referente ético y cultural en la vida
del pueblo. “Casi nadie es profeta en su tierra”.
Antes
de continuar con la “Otra Historia de
Villalpando”, permítanme transmitirles unas reflexiones y unas vivencias
personales a modo de pequeña biografía, a las que, tantos años de lucha, creo me dan
derecho.
No
se trata de vanagloriarme, pues no sé si hay mérito en ello. ¡Qué le voy a
hacer si me parieron así! Si, como decimos aquí, he actuado porque no “me
llevaba el genio”; “si he hablado por no reventar”, si nunca he sabido “nadar y
guardar la ropa”, “tirar la piedra y esconder la mano”, “picar los bueyes por
debajo del carro”… ¡Qué le voy a hacer si nunca lo injusto me ha resultado
indiferente!
Cuando,
después de pasar por “Las Hermanas”, a los ocho años hube de ir a la “Escuela
de Villa”, como ya sabía leer, escribir y las cuatro reglas, me pusieron en la
escuela de D. Benigno, que era el tercer grado, de los cuatro que entonces
había y se correspondía con muchachos de diez a doce años; al cuarto y último, con D. Eloy, iban los de 13 y 14, aproximadamente.
Entonces no había cursos, ni notas, ni libros de escolaridad, ni nada. Se
agrupaba a los muchachos según sus saberes.
En aquella jungla de muchachos azuzados por las necesidades, sometidos
por la vara de los maestros, ser de los que se sabían la lección, era
peligroso, cuando si, además, eras el más pequeño.
Para
mi desgracia, a los pantalones de pana de diario, una tía buena modista en
Barcelona, huésped una temporada en “nuestra casa” (ésta, la de mis abuelos) le
puso unas culeras (remiendo en la parte trasera), circulares, en lugar de cuadradas como casi todos llevaban
(desgastábamos la culera bajando en tobogán desde arriba de las bodegas
apoyadas tras al garaje de Rufino, casa de los Chabolos, corral donde están los
pisos del torero…). Aquellas culeras circulares fueron mi suplicio. Cuando
salíamos al recreo siempre algún grandón cruel me daba la patada de rabona,
diciendo: -“toma culo balón”.
Allí
ya se apuntaban las personalidades de cada uno, que se fueron confirmando a lo
largo de la vida. Ahora, cuando veo la disimulada maldad de alguno, recuerdo
actuaciones de cuando niños. Aunque divague, antes de ir a los “consonantes”,
perdonen les cuente una.
Un
día de invierno, que no había escuela, mi abuela, considerando ya era
mayorcito, tendría nueve años, me dio la
tarusa y los doblones que había hecho mi tío Agapito, para salir a jugar con
ellos.
Mi
abuela María, quien me criaba, veneraba todos los recuerdos del hijo matado, a
los veinticinco años, en la guerra. Me
rogó que tuviera mucho cuidado con ellos. Tenían grabadas sus iniciales. La A
en uno, la M en el otro, y una espiga en el reverso. Poseer entonces cualquier
juguete, cualquier objeto no era fácil.
Me
presento en el Paseo de Venus con esos doblones para niños (los había mayores
para mozos y hombres) y enseguida se organizó la partida, en el paseo de los
curas (extremo izquierda junto a las tapias de la huerta de la señora Petra,
hoy Centro Médico y cuartel) poniendo en juego cartas viejas de baraja en la
tarusa. Uno de los contendientes tiró el doblón en la tierra ajardinada, entre
rosales y malezas, y desapareció. Los más amigos y piadosos lo buscaban
conmigo. Quién lo tiró hacía como si buscaba y al rato salta: -¡Aquí está!. Mi alegría se transformaba
en tristeza al verle reír diciendo: -marchó
volando. Seguimos la búsqueda angustiosa hasta que al rato repitió la broma
y se marchó para casa. Yo regresé con el doblón de la A, la tarusa y enorme
llanto. Cada vez que busco algo, me acuerdo siempre de aquel dañino ¡aquí está!
Con
los años me hice fuerte en lo físico y en lo intelectual. No sé si por esas
experiencias, por el ambiente familiar y religioso que respiraba, con el
convento de las monjas tan cerca, a cuya iglesia mi abuela llevaba, y quedaba
dormido en el reclinatorio, según me contaba Carmen, la de mi tío Paco, por los
genes, aprendí bien pronto a amar el bien y odiar el mal, a ser caritativo, justo
y peleón.
(continuará
s. D. q.)
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