domingo, 30 de diciembre de 2018

LAS NAVIDADES DE MI INFANCIA Y PRIMERA JUVENTUD.


  Cuando en el penúltimo artículo les describía aquel entrañable poblachón del barro y los carámbanos, muchas casicas y pocas casonas, pajares, cuadras y cabañales, rodeado por la cava, eras, bodegas y lagunas, aquel poblachón de lagares y tenadas, de trilliiques y agosteros, de hambres y de senaras, lo hacía para trasladar a los más jóvenes a un ambiente rural casi idéntico al del Belén del Nacimiento.


    Aquí, como en todos estos pueblicos, seguían repitiéndose las mismas escenas: en el portal de la Iglesia de Santa María, que resistió muchos años al derrumbe de la bóveda central, refugio de gitanos trashumantes de feria en feria, conocí parir a alguna gitana (Rafael Farina, nació en pajar de un pueblo de Salamanca), y a las mulas y burros darle calor; por cualquier calle se veían aguadoras, cántaro al cadril y sacadero de la mano; lavanderas junto a los caños y en la "Comendadora"; curros de Amosín y de la "Zamorana" en el "Excomulgado" y  la Redonda; pequeños rebaños por doquier, incluso pastores que dormían al raso, junto a la telera en el Raso... ; herreros de bigornia y fuelle; zapateros tachueleros; herradores, carrateros, guarnicioneros, cesteros, estereros,... Incluso, cuando la raquítica luz de las escasas bombillas, nos permitían gozar del firmamento (no sé para qué ahora tanta farola, tanta contaminación lumínica en calles desiertas), podríamos buscar entre las estrellas "que se tiraban a uno" cuando aquellas heladas, a la que guió a los Magos.

     Vivíamos las Navidades de una forma entrañable. Había algo que se respiraba en el ambiente: el precioso Portal de Belén que montábamos al fondo de la nave de la sacristía en la Iglesia de San Nicolás, algunos muchachos nos encargábamos del musgo, y los pequeños escaparates de las confiterías del Sr. Felipe, "el Rufo"; la de Cruz, "Sinforiano"; y la de la "señá" Severa. Frente a ellas pasábamos los niños muchos ratos, relamiéndonos, ante las figuritas de mazapán, los turrones artesanos y las cajitas redondas dentro de la que se enroscaba la culebra de dulce, peladillas, piñones  y confites. También del resto de tiendas salía luz que alumbraba por la noche, que le daba alegría a la calle.

    Decía el refrán: "Hasta Navidad ni hambre ni frío". Las de la gran hambruna fueron las del cuarenta y cinco, cuarenta y seis. Mis recuerdos son de austeridades, pero no de ver a gente muerta de hambre. Ya desde finales de los cuarenta, cincuenta, entre los jornales de plantar pinos, los de entresacar, arrancar, pelar remolacha (cultivo que comenzó entonces), y el alto precio que tenía el trigo, los pueblos vivieron una incipiente prosperidad: que al menos no faltara el cacho pan que llevarse a la boca.

   El gran aliciente de las Navidades, como el de bodas y otras fiestas, era la comida, sobre todo los dulces, de los que estábamos muy a deseos, pues apenas si probábamos el azúcar (escasa y cara) el resto del año.  

    Ya por los sesenta, hasta los obreros mataban marrano. En nuestra casa, como en otras tantas de clase media, criábamos dos. Matábamos el primero, como más tarde, vísperas de Navidad, forma de tener repleta la fresquera, los varales y las ollas. Aquellos si que eran unos mondongos como Dios manda, en los que se aprovechaba hasta las carrapatas.  Nada se tiraba. Hasta la porquería de las tripas la comían las gallinas.

    Y así, con marrano recién muerto, podíamos, en los días señalados, darnos el gusto de comer lomo en zuza, chichas, chorizo de callos al encallete y, sobre todo, las delicias de la caldera donde se derretían grasas, de donde salían los coscarones, y algo del tocino. si era gordo, pues el resto debería durar todo el año para un poco en cada cocido diario y para los "torresnos" de las meriendas en el campo. En esa manteca hirviendo se echaban peras de compota, cebollas, ajos, castañas,.. Duraban días, después, vueltos a calentar y con unos granitos de azúcar eran un postre delicioso. Un  poco de turrón y una botella de sidra eran todo el extraordinario.

    A las familias más pobres, las que no mataban marrano, algo de alimento les repartía "Auxilio Social", también las otras familias, en el "enviado", algo le llevábamos de las matanzas.

     Puede que me engañe mi percepción infantil, incluso juvenil, pero quiero recordar que por Navidad un ambiente de fraternidad reinaba en el pueblo. Ahora considero que "muchas procesiones irían por dentro", que la guerra civil con sus odios y crímenes estaba reciente, que vivían hijos, hermanos, padres de víctimas..., y si no los ejecutores, al menos delatores, eran y  vivían en el pueblo.    

  En lo que yo recuerdo, pasados los primeros dos o tres años a continuación de la contienda, en que los vencedores ejercieron cierta presión sobre los vencidos más rebeldes (por ej.: obligar a alguno de esos a ir a Misa los domingos, contado por uno de los obligados, y obligar a las mozas a no ir en piernas, o sea: llevar medias), creo que lo que se impuso fue una especie de resaca, de hartura, un deseo de pasar página.

    Sé que los familiares de las víctimas nunca olvidaron, que cuando le hicimos el homenaje, en dos mil seis, se acabaron de cerrar heridas, pero en aquellos años, finales de los cuarenta, cincuenta, se fue imponiendo la convivencia. Y los días de fiesta se llenaba el cine, y el ambigú y el salón de los Mantecas. y Bartolo, Torti, Enrique "·Riesco", Citos y en el bar del cine, se vendían garrafones y garrafones en chatos de mal vino (de cosecha local: lagares sucios, cubas sebosas, conservador Enologil y metabisulfito))  a dos reales.

      Se llenaba el juego de pelota, y las iglesias, y la plaza. Convivíamos. Recuerdo que mi familia se llevaba bien con todas las del pueblo. La única con quien no nos hablábamos era con los vecinos de enfrente. 

     Parece ser que Adolfo, el mayor de los Curreros, había sido novio de tía Petra, la mayor de los Modroño. Con esa falta de relación acabé yo de joven. Cuando Tomás Toranzo y Matilde Cepeda empezaron a tener niños ya por entonces nuestra relación era estupenda. A Jesús, por ej.  le fabricaba yo los peligrosos, en sus manos, pinchaperros, Luego Marta, la penúltima, nació cuatro días antes que nuestra Gracia, la mayor. Esa tan grande amistad no se nos olvida. 

   Una muestra de que las heridas de la guerra se fueron curando lo fue el hecho de que, en la sección social en la Hermandad de Labradores y Ganaderos, fueran elegidos vocales obreros muy significados de izquierdas. Por ej.: Eumenio "el Tocinero", quien por sus ideas de izquierda moderada, PRRS, había pasado cinco años en la cárcel; Melecio Mansilla de la UGT, idem de lo mismo; Serapio Veledo, quien nunca ocultó su socialismo, hijo de un fusilado. Éste tuvo cargos a nivel provincial. Acabó su vida laboral siendo, durante bastantes años, empleado municipal, antes, y unos pocos, en los primeros años, de la democracia.

    Ahora, en un pueblo envejecido y semidesierto, echo de menos aquella, no sé si soñada, fraternidad (yo, al menos, de joven y hasta cierta edad, hasta que fui concejal) me llevaba bien con todo el mundo. Puede que por predominar la población juvenil hubiera menos odios. Y es mi deseo LA PAZ, dentro de la justicia.  Esa es la esencia del Cristianismo.

    Una prueba de que el pueblo español, a la muerte de Franco, no deseaba más conflictos, más guerras, fue la transición a la democracia.

    Ahora algunos están intentando resucitar viejas confrontaciones, que ya no tienen lugar. Para ello hasta han promulgado una ley, con la que tergiversan los hechos históricos. Bien lo de recordar a las víctimas, lo de exhumar restos, pero a todas, y dejémonos ya del falaz maniqueísmo de buenos y malos. Esa especie de revanchismo de las desteñidas izquierdas actuales está provocando la reacción al otro extremo. ¿No vamos a escarmentar de extremismos de diestra y siniestra? 

     En la guerra civil, junto a mucha crueldad, hubo, aunque menos, alguna humanidad. En ambos bandos también existieron bienhechores que salvaron vidas. Aquí en Villalpando conozco un caso que estuvo oculto hasta después de muerto Franco. A mí me lo contó de primera mano el protagonista, un miliciano, encarcelado al acabar la guerra, a quien salvó la vida, con su gestión, el padre de un muchacho "caído" en el bando nacional, al que se había pasado por sus ideas Cristianas, desde el frente republicano. Le había pillado la mili en Madrid. Ese hecho real fue el armazón del cuento titulado "El Jornalero", publicado en "La otra historia de la villa"!.


     Ahora, por su relación con la Navidad, traslado un fragmento del mismo. Intento reflejar lo que fue la reconciliación nacional.  Lo cuenta, en primera persona, el jornalero, que fue miliciano con el grado de teniente, en el ejercito  de izquierdas.

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Salí a la plaza el 21 de junio. Aquel año volvió a celebrarse la feria, sin fiestas. La vida seguía. La recolección, encima. Era necesario ajustar agosteros, reponer algún trillo, tornaderas, redes o bieldos. Tuve varias ofertas. Aún recordaban mi fama de buen trabajador. Entre los cincuenta muertos y los no licenciados, escaseaban los braceros. Ninguno de los manchados se atrevió a acercarse a mí. Me ajusté a mantenido, por cien duros los 90, días en casa de los Cañibano Mazo. Trataban muy bien a los obreros. Si caían malos les daban leche y les pagaba igual el jornal. A los mozos de año de toda la vida en su casa, cuando ya no valían, si no se habían muerto, los entretenían de perillanes para que no les faltara la comida.
  
Tres mozos y tres agosteros hicimos aquel verano, casi todos recién licenciados. No nos faltaban las discusiones y bromas de las que yo era la agradable víctima: A mi sólo me quedaba lo de Guadalajara que, además, los de enfrente eran italianos, pero menudo cachondeíto con lo de “no pasarán”. El trabajo era alegre, redentor. ¡Había tanto niño, tanta mujer, tanto anciano esperando ese pan que recolectábamos...!. La relación entre amos,  criados, criadas, cachicanes,  era fraterna y la alegría indisimulada.  A mí empezaron a llamarme “Capitán”, aunque apenas si pasé de cabo.

        El día  de Nochebuena, puesto que no me obligaban, decidí ir a Misa del Gallego. Mi madre nos llevaba de niños. Además el mensaje  de paz del hijo de María y el Carpintero, ¡sintonizaba tanto con mi estado de ánimo.........!. Cuando volvía de adorar al Niño (el Cura al dármelo a besar me había sonreído), descubrí en su reclinatorio,  lo más bonito de mi vida: el rostro, los ojos, la sonrisa de Rosario.

Era la mayor de las tres hermanas de Ricardo (a quien, antes de pasarse, yo había salvado, y luego su padre a mí) la que le seguía. En los cuatro años había pasado de niña a mujer. Había madurado como espiga sin argaña. Su dulzura realzaba su belleza pálida. En el 37 marchó a curar heridos en los frentes nacionales. Recién había llegado.

Al día siguiente se abrió el baile y, aunque de alivio, fue, con las amigas. Al enlazarnos para bailar, aun curtidos por una guerra, éramos dos niños temblorosos. ¡Con qué ganas se hubiera refugiado a llorar sobre mi pecho....! En el baile no lo hizo, pero sí al salir en el primer rincón que encontramos. Con mis brazos  y la pelliza, cobijé su estremecimiento.

A sus padres se les abrió el cielo con nuestro noviazgo. Despreciaron el comentario de la vecina sobre que yo era de menos categoría por ser jornalero y ella pastora. Nos casamos a la primavera siguiente. Suplí al hijo que les faltaba.


    

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