“La Pascua” tenía nociones de partera. Acondicionó unos haces de la morena. Sobre ellos tendió la manta. Despojó a mi madre de la saya y enagüa que, sobre la manta, sirvieron de sábana. De ninguna otra prenda hubo de despojarse.
A los quejidos, todas las rebuscadoras acudieron solícitas. También un amo y un criao que acarriaban al lado. A estos los echaron, cogiéndoles antes la purridera y sus sombreros de paja, con los que hicieron un sombrajo.
Las dos cogedoras más fuertes sujetaron, por sus extremos, el largo mango de la purridera sobre sus cadriles, paralelo al suelo, sobre la cabeza de mi madre, que le sirvió de asidero en los esfuerzos.
El parto fue fácil. Mi nacimiento casi tan breve como el del corderillo de la telera próxima. Mi llanto rivalizó con su balido. ¡Otro crío, otro crío!, dijeron las mujeres. Apareció una navaja para el cordón. Me limpiaron con el paño limpio. A madre le dieron agua del botijo y abanico con el sombrero. Así que pudo levantarse nos trajeron al pueblo. A madre la acondicionaron encima del bálago de un carro que pasaba por el camino y yo, acochadico en su regazo. Ya en casa nos atendió el señor Aniceto, el practicante.
Todo esto, ya de mayorcico, me lo contó la señá Petra, “La Pascua”.
La parada en Arévalo me vuelve a la realidad. En el bar veo como unos niños, vestidos a la moda y lustrosos, exigen a sus padres otro refresco distinto. Al reemprender la marcha comparo con mi niñez:
-" Mi padre, cuando volvía de las campañas del machaqueo, traía unas perricas ahorradas. Pudo comprar una mulica, que formó pareja con la burra que ya teníamos. Compró un arado, un carro, un trillo, unas hoces, cuatro achiperres más y se hizo labrador de tierras del Raso, que eran del común y siempre había alguna viesa abandonada por lejana y pedregosa. También cogió, a medias, el bacillar de Dª . Pepa. Tenia un verdejo que tendidas nos duraban hasta marzo, ya pasas.
Se trataba de coger pan pa la ración, cebada pa cebar el marrano. Pa las gallinas: la respiga, y pa los conejos: el cogido. Garbanzos no cogíamos pa el gasto, por eso en su lugar, muchos días había muelas en el cocido diario.
A la alimentación se encaminaba todo el esfuerzo familiar, y no salía de sopas espesas por la mañana, cocido ramplón con un cachico de tocino, (los domingos media libra de carne de oveja) y casco de cebolla para pasar los ásperos garbanzos o las pastosas muelas a diario. En la cena podía haber chicharros, escabeche, huevos, si ponían las gallinas o conejo los días de fiesta. Tenía más atractivo. Si pillábamos unas perras comprábamos castañas pilongas, acerolas, pipas, un membrillo o una manzana.
En el tiempo retitábamos hinchadas y verdes espigas de cebada, el blanco de las acacias; apañábamos todo lo que de comestible tenía el campo: cardillos, ababanjas, espárragos trigueros o hurtábamos titos, muelas, garbanzos en verde. A esa recolecta le llamábamos “ir a brúa”, siempre corridos por el amo o el guarda. Más difícil resultaba robar uvas. Además de los guardas de la Hermandad, en los majuelos más próximos ponían guarda particular: un viejico por la comida.
El presupuesto en vestido era mucho menor: unos pantalones cortos de gruesa pana que se dejaban de usar cuando ya no había donde poner más remiendos, un jersey hilado y tejido por la madre y una cazadora de borra. Para los pies calcetines de la misma lana a calceta y zuecos para pisar los barros y los carámbanos. Cuando llegaba la primavera se guardaban hasta el otoño, que el andar descalzos “ curtía los pies y evitaba los sabañones del invierno”.
Cuando se encendía la bombilla de casa, al tiempo e igual de escasa y raquítica que las de la calle, era la hora de ir a la compartida cama, donde, en el invierno, pasábamos más de doce horas, “que la cama quita hambre y es donde más calentico se está”. Llevábamos un cachico de pan para matar el gusanillo del estómago que nos despertaba a media noche. Luego nos picaban las migas si quedaban en la gruesa sábana. Desconocíamos el pijama y dormíamos solo con “el pelele” de abertura cular.
No eran aburridas las horas de vela en las catorce horas de cama invernal, agotada la capacidad de dormir. Nuestro cuarto estaba arriba en la pequeña casa familiar de dos plantas. El techo, bajo las tejas, era de tobas, aunque, para que no nos cayera pusla mi padre había clavado en los machones una estera de espadaña. Lo alumbraba un ventanuco que daba pa el corral por el que veíamos alguna estrella o se colaba la luz de la luna y todos los ruidos de la noche: El canto de “la coruja” que “presagiaba alguna desgracia”; el rumor de la lluvia, el zumbido del viento, que hacían más apetecible el cobijo del lecho; ladridos a veces, maullidos de gatos en celo, las noches heladas de enero; los cantos de gallo anunciadores del albor, trinos y gorjeos de pardales y tordos cuando se confirmaba lo anunciado por gallos; el trastabardeo de mula y burra en la cuadra próxima; el toque de la queda a las diez, que nos anunciaba ya debíamos dormir, la campana de las monjas a maitines, a la una que, a veces coincidía con el cachico de pan, o a las seis cuando desahogábamos la vejiga por el ventanuco y el chorro, al rodar por el tejado, se convertía en pinganillo cuando la escarcha apretaba. Todos esos sonidos y rumores daban mucho de sí, alimentaban nuestra imaginación infantil amenizaban la monotonía de la larga noche en las horas de duermevela.
Cuando el bus desciende del páramo, por la cuesta de Almaraz de la Mota, de ese pueblico sólo quedan las ruinas de la iglesia, al divisar la inmensa planicie del Raso, con el pinar, donde cabé hoyas de mozuelo, en el horizonte, un cosquilleo me recorre las vísceras y el pulso se me altera. Para el Auto-Res será rápida la recta doble cinta, separadora de trigales que, con el carro, era eterna. Al traspasar la loma del fondo, allá lejos, pero cerca, aparecerán mis torres, el silo, la puerta villa,...: mi pueblo. Allí me espera Carmela.
(Continuará: ahora viene el romance)
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