lunes, 8 de agosto de 2016

UN ENTIERRO EN VILLÁRDIGA.


    Ayer al atardecer, en aquel cementerio unamuniano, si bien con tres cipreses adolescentes, uno germinado en maceta por Marisa para su tumba, enterramos a un trozo importante de ese pueblo; EMILIO VIDAL COSTILLA.

    Ahora que ya no está, siento no haber disfrutado más de su deliciosa   conversación. .Ya van quedando pocos testigos de aquella, que se me antoja, bucólica vida en las aldeas del adobe y el tapial, de las eras, bodegas y palomares; del trillo, la aventadora y el carro; de las aldeas con cura, maestro y médico, llenas de niños, de juegos; de mozos y mozas en el caño, en la vendimia, en el baile; de gañanes y pastores; de austeridad, penas y alegrías compartidas.

   Quizá por ser de Villárdiga el padre de la abuela con quien me crié, Pedro Chimeno Margallo, cuya foto, de anciano con su mujer, está en nuestro portal, le tengo cariño a ese pueblo. De niño, los múltiples primos de mi abuela, de apellido Chimeno, de alguno recuerdo sus nombres, Peregrín, Ramón, José...dejaban la burra en el corral de casa,  cada vez que venían a la villa.

    Mi primera visita fue, en la yegüica, con mi tío soltero, a sacarse una muela con don Amós Olea, su otro hermano, los patriarcas de Villárdiga, médico, era don Elías. Paramos en casa de nuestra tía "Jacoba", la madre de Heliodoro. Aún conservamos noticia de nuestro parentesco, con los nietos o bisnietos de aquellos: los Muñiz Chimeno, María la del panadero, Chabosque...

    El recuerdo de aquellos campesinos, tan humildes y sensatos, el oír a mi familia que era buena la gente de Villárdiga y San Martín, el recuerdo de tantos como desde joven, en mi oficio de aguardientero conocí, corroboraba mi buena impresión: Gagos, Vidales, San Juanes, Orduñas, Benayas, Morales, Ruices, Herreros, Riescos, Montañas, Alaíces,  Asensios, Galindos... En Emilio se condensaba esa sabiduría de la cultura popular, esa bondad, esa honradez que hunde sus raíces en la ancestral religiosidad vivida.

   En 1961 empecé con el carro y un machico a sacar el orujo de las bodegas de San Martín y Villárdiga. Desde entonces conozco a Emilio. Los cosecheros nos daban el orujo adelantado. Luego, cuando hacíamos el aguardiente, les dábamos un litro, que habrían de venir a buscar a casa, por cada cuatro talegas, a la entrega del vale dado en vendimias. Emilio me veía tan crío y pobre, que no sé si alguna vez vino a cobrar el vale, pues sabía de las necesidades de esta casa. ¡Cómo no tenerle cariño a este hombre..! ¡Cómo no conversar con él cada vez que me lo encontraba, siendo la memoria viva de un pueblo, de una época desaparecida..! Me queda el consuelo de que sus hijos, me lo ha dicho Juan, van guardar toda la memoria de su padre.

    Ayer, de regreso de ese cementerio, "islote que en junio ciñe el mar dorado / de las espigas que a la brisa ondean, / y canta sobre él la alondra el canto / de la cosecha, cuando el sol poniente recortaba sobre el cielo la silueta del caserío, y extendía la melancolía de la luz crepuscular por la vaguada con el verde negro de las encinas al fondo, busqué, pensando en Marisa, el sr. Manolo Ruiz, en Emilio.., semilla reciente, consuelo en los mismos versos: ¡Y desde el cielo de la noche, Cristo /  el Pastor Soberano, / con infinitos ojos centelleantes / recuenta las ovejas del rebaño.


 




 

1 comentario:

Luis dijo...

Agapito.
Muy agradecidos tanto mis hijos como yo por tus sinceras y auténticas palabras sobre nuestra querídisima Carmelita. Es un muy bonito recuerdo que nos llena de emoción cada vez que posamos la vista sobre tu crónica.
Gracias de todo corazón.
Luis Vaquero