II REPÚBLICA.- LA FALLIDA REFORMA AGRARIA. (V).
En aquella España rural la tierra lo era casi todo. Poseer, aquí, en Tierra de Campos 20 o 30 has., (y muchas menos en las vegas benaventanas) era un seguro de subsistencia. Quien tenía 50, era ya medio rico. Y los de 100 ricos, ricos. La diferencia de precio entre el valor de los productos y los jornales, hacían que el concepto de rico tuviera entonces verdadero significado. Suponía: no trabajar, cuando el trabajo era duro, de sol a sol; de día y noche en la recolección; tener asegurados, vestido, corbata a diario, alimento, médicos y medicinas, ciertos lujos, y vicios.
Cierto es que de esas ventajas gozaban, cuatro o cinco familias de cada pueblo, o dos, según su tamaño. Luego existía una gradación desde medianos a pequeños propietarios trabajadores, quienes, junto a los artesanos, comerciantes y funcionarios, constituían la clase media, de ideas religiosas y conservadoras. Éstos fueron quienes les sacaron las castañas del fuego, en la guerra civil, a los escasos ricos.
Los jornaleros, quienes si llegaban a viejos habrían de vivir de la mendicidad suponían en mi pueblo, puede que el 40 % de la población. Vivían al borde la miseria.
Ese cuadro era aún mucho más negro en Andalucía y Extremadura, donde la propiedad de la tierra, por razones históricas estaba en muy pocas manos: nobleza, aristocracia, rica burguesía poseían términos municipales enteros. Había alguna familia propietaria de más de 40.000 has.. En la mayoría de los casos no vivían en los pueblos. Y lo más lacerante: casos de tierras fértiles que no ponían en cultivo, ¡con lo necesarios que eran los alimentos y los jornales…!.
El reparto de la tierra era un clamor de justicia entre las masas de desposeídas. El primer gobierno de la república se puso manos a la obra. Nombran para tal cometido, Ministro de Agricultura a Marcelino Domingo, quien lleva su moderada propuesta al parlamento, para que en él fuera debatida y aprobada por la vía democrática.
Lo eficaz hubiera sido el reparto o la colectivización pura y dura de las grandes propiedades, por decreto ley, sin más compensaciones ni historias. Dejarle a cada uno lo suficiente para que viviera, que tierra había para todos, y punto. Pero ese gobierno ni quería, ni podía hacerlo así.
Las expropiaciones se harían pagando, indemnizando el Estado a los propietarios, para lo que no había dinero. Era tan complejo el problema, en cada región, pueblo, familia, tan diversa la casuística, y tantos los intereses contrapuestos, que las deliberaciones en el Congreso se hacían interminables.
Además, a muchos de los representantes de la mayoría de los partidos de centro-izquierda, burgueses al cabo, les aburrían, no asistían a los interminables debates, todo lo contrario que los Diputados de la “Minoría Agraria”, quienes no hacían más que presentar enmiendas, mociones, votaciones, palos a la rueda.
Los dirigentes de una facción del PSOE y de la UGT, contenían a sus bases prometiéndoles que saldría la reforma por vía democrática.
Los anarquistas, parte de los socialistas y, por entonces, los escasos comunistas iban perdiendo la paciencia. Las huelgas, ocupaciones de fincas, disturbios, enfrentamientos con la guardia civil, se hicieron frecuentes. De entre todos, dos graves sucesos conmovieron a la nación: los de Casas Viejas y Castilblanco, de los que salió dañado el gobierno de Azaña por la contundencia empleada por la Guardia de Asalto.
Por el otro extremo, la derecha, ya había dado un aviso con el fallido golpe de Estado del General Sanjurjo en agosto del 32.
Por fin la Ley de Bases para la Reforma Agraria salió en septiembre de 1932, tras más de un año de deliberaciones, con escasos logros para las masas campesinas.
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