...
qué
triste vienes, con cuarenta días, que traes de viernes”.
Este
refrán lo decía mi abuela. ¿Qué quería decir eso de “traes de viernes”? Pues
que durante todos los días de Cuaresma era pecado mortal, según el Catecismo
del Padre Astete, que todos estudiamos, y marcaba nuestro comportamiento, comer
alimento alguno de origen animal, “comer carne”, decía dicho padre.
Además
era obligada la abstinencia (prohibición de carne, tocino, chorizo, jamón,
chichas, salsichón…) todos los viernes del año. Y los de Villalpando y su
tierra, tenemos obligación de ayuno y abstinencia la víspera de la Purísima,
que lo dice el voto.
Además
de la abstinencia era obligatorio ayunar el miércoles de ceniza, y el Viernes Santo.
¿En qué consistía? En hacer una sola comida al día. Se podía tomar una pequeña
cantidad de caldo o leche en el desayuno, y otra breve colación por la noche.
Como ven
la cosa era dura, si bien se aliviaba sacando “la bula”. ¿Qué era eso de la bula?
Pues unos folios impresos, creo que en latín, (si rebusco en cajones puedo
encontrar alguna) que te daba el cura a cambio de dinero, una limosna decían,
para el mantenimiento de los Santos Lugares. Creo esto venía ya desde las
Cruzadas. En el Catecismo de Astete, siglo XVI, ya viene esto de la bula.
Habrán
escuchado alguna vez cuando alguien hace algo prohibido y no le castigan, decir
la frase: ¡Es que tiene bula!
Pues con
la bula quedaba reducida la obligación del ayuno a los viernes de Cuaresma, y
la del ayuno y abstinencia al miércoles de Ceniza y al Viernes Santo. Pero no
se crean que había tanta diferencia entre la abstinencia y la no.
Les
cuento la alimentación normal hasta los años “setenta” del pasado siglo:
desayuno, sopas espesas condimentadas con agua y manteca de cerdo, donde
mataban marrano, en las que no, sebo; en
la comida a diario, cocido: el puchero de garbanzos con un trozo de tocino,
chorizo de callos, mientras duraban, y, como mucho, medio cuarto de kilo de
carne de oveja; cuando había lechugas en las huertas, un alivio; si no un casco
de cebolla para ayudar a pasar los garbanzos.
A la
salida de la escuela, o al acabar la jornada de trabajo, para la merinda, comíamos otro cacho de
pan, untado de tocino, si había sobrado de la comida, o con una pastilla de
chocolate, o naranja sanguina, o uvas, que a veces las tendidas llegaban a
Navidad.
La cena
tenía mucho más aliciente. En la sartén de patas sobre pequeña hoguerita con
palos de manojo de vid o de carrasco, se freían chicharros, sardinas… puede que
en alguna pudiente besugos, merluza..., el pescado era mucho más barato que la
carne (la de ternera y cerdo inasequible para la mayoría de las familias).
Recuerdo el olor a pescado frito que salía de aquellas pobres lumbres.
Cuando
ponían las gallinas del corral, los huevos y la tortilla suponían un gran
arreglo. Y los conejos, en todas las casas, salvo las que no tenían corral, era
comida de casi todos los domingos.
En las
casas donde había algo de desahogo, como en esta de mi abuela, mientras fui
niño, que en llegando a la adolescencia las cosas se pusieron peor, se podían
permitir ciertos “lujos”: piezas de caza, sobre todo palomas, no recuerdo de
perdices; cangrejos autóctonos, ancas de rana; tencas, algún barbo..;
espárragos silvestres (han desaparecido, los de ahora que salen por los
regatos, son “trigueros”, procedentes de semillas de las fracasadas plantaciones
de espárragos para aquella conservera que no llegó al envase), cardillos; los
preparaba mi tía cocidos, aliñados con ajo arriero para condimentar los huevos
cocidos. Si, además de lo anterior, hasta ababanjas vendían por las casas las
mujericas; aliñadas con aceite, un poco, pimentón y vinagre, ayudaban a “pasar”
los ásperos garbanzos. Corté un día unas muy tiernas; lavo, preparo condimento. Mis hijos, entonces niños, se negaron a comer esos yerbajos. No lo intento con mis nietos.
Las
perrillas de la propina de los domingos, la empleábamos siempre en algo de
comer, normalmente pipas, alguna castaña pilonga (para cacahuetes no daba la
cosa); algún caramelillo… Cuando estaba tierna, vendía “puros” de regaliza la
señá Ángela, una hortelana que vivía en la calle detrás de correos…
El
problema era, los viernes de Cuaresma, con qué condimentar los garbanzos.
Recuerdo que en todos esos viernes comíamos potaje: garbanzos con arroz; creo
recordar añadían un poco de bacalao, pienso emplearían algo de aceite de oliva,
no se conocía otro, como condimento.
También
la bula daba “derecho” a comer, en los días de Cuaresma, huevos y lacticinios
(por ej.: el suero, líquido amarillento sobrante de la leche cuando le quitan
grasa y proteínas para fabricar el queso, que ahora se tira) Otro plato muy
socorrido eran las patatas con bacalao. ¡Cuántas bacaladas tendrá cortadas la
cuchilla de Juanito..!
¡Cómo,
durante nuestra generación, ha cambiado todo..! Sería conveniente que los más
jóvenes supieran de nuestras penitencias, de nuestras privaciones..! Ya les
daba yo sopas con sebo a quienes se quejan de lo mal que se ha puesto la vida.
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