viernes, 16 de febrero de 2024

MIÉRCOLES DE CENIZA...

 

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               qué triste vienes, con cuarenta días, que traes de viernes”.

 

               Este refrán lo decía mi abuela. ¿Qué quería decir eso de “traes de viernes”? Pues que durante todos los días de Cuaresma era pecado mortal, según el Catecismo del Padre Astete, que todos estudiamos, y marcaba nuestro comportamiento, comer alimento alguno de origen animal, “comer carne”, decía dicho padre.

               Además era obligada la abstinencia (prohibición de carne, tocino, chorizo, jamón, chichas, salsichón…) todos los viernes del año. Y los de Villalpando y su tierra, tenemos obligación de ayuno y abstinencia la víspera de la Purísima, que lo dice el voto.

               Además de la abstinencia era obligatorio ayunar el miércoles de ceniza, y el Viernes Santo. ¿En qué consistía? En hacer una sola comida al día. Se podía tomar una pequeña cantidad de caldo o leche en el desayuno, y otra breve colación por la noche.

               Como ven la cosa era dura, si bien se aliviaba sacando “la bula”. ¿Qué era eso de la bula? Pues unos folios impresos, creo que en latín, (si rebusco en cajones puedo encontrar alguna) que te daba el cura a cambio de dinero, una limosna decían, para el mantenimiento de los Santos Lugares. Creo esto venía ya desde las Cruzadas. En el Catecismo de Astete, siglo XVI, ya viene esto de la bula.

               Habrán escuchado alguna vez cuando alguien hace algo prohibido y no le castigan, decir la frase: ¡Es que tiene bula!

               Pues con la bula quedaba reducida la obligación del ayuno a los viernes de Cuaresma, y la del ayuno y abstinencia al miércoles de Ceniza y al Viernes Santo. Pero no se crean que había tanta diferencia entre la abstinencia y la no.

               Les cuento la alimentación normal hasta los años “setenta” del pasado siglo: desayuno, sopas espesas condimentadas con agua y manteca de cerdo, donde mataban marrano, en las que no, sebo;  en la comida a diario, cocido: el puchero de garbanzos con un trozo de tocino, chorizo de callos, mientras duraban, y, como mucho, medio cuarto de kilo de carne de oveja; cuando había lechugas en las huertas, un alivio; si no un casco de cebolla para ayudar a pasar los garbanzos.

               A la salida de la escuela, o al acabar la jornada de trabajo, para la merinda, comíamos otro cacho de pan, untado de tocino, si había sobrado de la comida, o con una pastilla de chocolate, o naranja sanguina, o uvas, que a veces las tendidas llegaban a Navidad.

               La cena tenía mucho más aliciente. En la sartén de patas sobre pequeña hoguerita con palos de manojo de vid o de carrasco, se freían chicharros, sardinas… puede que en alguna pudiente besugos, merluza..., el pescado era mucho más barato que la carne (la de ternera y cerdo inasequible para la mayoría de las familias). Recuerdo el olor a pescado frito que salía de aquellas pobres lumbres.

               Cuando ponían las gallinas del corral, los huevos y la tortilla suponían un gran arreglo. Y los conejos, en todas las casas, salvo las que no tenían corral, era comida de casi todos los domingos.

               En las casas donde había algo de desahogo, como en esta de mi abuela, mientras fui niño, que en llegando a la adolescencia las cosas se pusieron peor, se podían permitir ciertos “lujos”: piezas de caza, sobre todo palomas, no recuerdo de perdices; cangrejos autóctonos, ancas de rana; tencas, algún barbo..; espárragos silvestres (han desaparecido, los de ahora que salen por los regatos, son “trigueros”, procedentes de semillas de las fracasadas plantaciones de espárragos para aquella conservera que no llegó al envase), cardillos; los preparaba mi tía cocidos, aliñados con ajo arriero para condimentar los huevos cocidos. Si, además de lo anterior, hasta ababanjas vendían por las casas las mujericas; aliñadas con aceite, un poco, pimentón y vinagre, ayudaban a “pasar” los ásperos garbanzos. Corté un día unas muy tiernas; lavo, preparo condimento. Mis hijos, entonces niños, se negaron a comer esos yerbajos. No lo intento con mis nietos.

               Las perrillas de la propina de los domingos, la empleábamos siempre en algo de comer, normalmente pipas, alguna castaña pilonga (para cacahuetes no daba la cosa); algún caramelillo… Cuando estaba tierna, vendía “puros” de regaliza la señá Ángela, una hortelana que vivía en la calle detrás de correos…

               El problema era, los viernes de Cuaresma, con qué condimentar los garbanzos. Recuerdo que en todos esos viernes comíamos potaje: garbanzos con arroz; creo recordar añadían un poco de bacalao, pienso emplearían algo de aceite de oliva, no se conocía otro, como condimento.

               También la bula daba “derecho” a comer, en los días de Cuaresma, huevos y lacticinios (por ej.: el suero, líquido amarillento sobrante de la leche cuando le quitan grasa y proteínas para fabricar el queso, que ahora se tira) Otro plato muy socorrido eran las patatas con bacalao. ¡Cuántas bacaladas tendrá cortadas la cuchilla de Juanito..!

               ¡Cómo, durante nuestra generación, ha cambiado todo..! Sería conveniente que los más jóvenes supieran de nuestras penitencias, de nuestras privaciones..! Ya les daba yo sopas con sebo a quienes se quejan de lo mal que se ha puesto la vida.

              

              

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