Continuamos con Azaña.
Fue
desbordado desde el primer momento. Imposible parar aquella orgía de sangre comenzada
en Madrid y Barcelona por los recién armados “milicianos del pueblo”. En la
zona donde triunfó la sublevación, tardaron una semana en practicar las
primeras detenciones. Así ocurrió en Villalpando. Los primeros detenidos, los
que habían salido a esperar a los mineros, no lo fueron hasta el día de
Santiago, y no los fusilaron hasta pasados unos meses, tras una parodia de
juicio. El terror azul de asesinatos en la retaguardia, sucedió de agosto de
1936, hasta finales de año.
Don Manuel Azaña, tan humano, sufría
oyendo de madrugada las descargas en la Casa de Campo; sufrió enormemente
cuando supo del fusilamiento de quien había sido su referencia en un
republicanismo democrático, don Melquiades Álvarez; fusilado por milicianos;
hubo de soportar el fusilamiento por los mismos autores de dos sobrinos de su
esposa. Luego, los “nacionales”, asesinaron a un hijo de su hermano Gregorio…
Una vez más,
tentado estuvo a dimitir. No lo hizo porque quiso defender a su querida
república, aún convencido que, desde la entrega de armas al pueblo, había
quedado herida de muerte.
Desde bien
pronto él, como Presidente de la República, fue siendo orillado, perdiendo
capacidad de decisión. Intervino, no obstante en todas las crisis de gobierno
habidas durante la guerra: el cambio en la Presidencia del Consejo de Ministros
(Presidencia del Gobierno) de José Giral a Largo Caballero; luego la
sustitución de éste por José Negrín; si bien hubo de tragar en el nombramiento
de Ministros no democráticos, unos cuantos de la CNT-FAI, anarquistas, García
Oliver, entre otros, quien había sido, era, un pistolero; y Ministros
comunistas.
Íntimamente
convencido, así hizo confidencias, y está en sus memorias, de que iban a perder
la guerra, no dejó traslucir ese desánimo y trataba de insuflar optimismo. Bien
pronto, desde el primer momento, él intentó la paz. Sus gestiones, a medida de
que los sublevados iban ganando batallas, se intensificaban, buscando la
mediación internacional para parar tanto horror. Él decía que no había ideas,
ni siquiera la república, que valieran la vida de un solo hombre.
Vivió con
mucha angustia los últimos meses. Llegó a enemistarse con Negrín partidario de
seguir la guerra mientras quedara uno solo soldado, esperanzado a que estallara
la guerra mundial en la que los aliados apoyarían al ejercito de “la república”.
Horror y más
horror que a don Manuel hasta le minaba la salud. Mandó embajadores a
Inglaterra a Francia, a EEUU, actuando ya por su cuenta, al margen del Consejo
de Ministros. Pretendía no prolongar tanto sufrimiento, una rendición honrosa
(en Madrid eso mismo defendieron, con las armas, contra los comunistas, el coronel
Segismundo Casado, Besteiro y un anarquista, ya en marzo del “treinta y nueve”),
en la que conseguir evitar la cruel represión que sucedería a la derrota. Pero
la obstinación de Negrín y la crueldad de Franco evitaron esa rendición
humanitaria, evitando sacrificios inútiles, sin represión.
No pudo evitar todo el horror del éxodo de más
de 500.000 personas; de los campos de concentración, de los consejos
sumarísimos arbitrarios; de los asesinatos de miles de izquierdistas quienes,
en la mayoría de los casos, todo su delito había sido combatir por sus ideas.
Estoy resumiendo una biografía
(Ángeles Egido León) de casi 500 páginas de apretada letra, intentando hacerla
asequible a cualquier tipo de lector; por eso evito explicar tanta peripecia,
traslados de residencia, sobre todo, citando la principal: su salida de España.
Ocurrió el 5 de febrero de 1939. La motivación instalarse en la embajada
española en París, desde donde volcarse en el armisticio sin más sangre.
Allí le pilla el reconocimiento del
gobierno del General Franco por parte de Francia e Inglaterra. Toma la
inmediata decisión de dimitir. Así lo comunica al público congregado, desde el
balcón de la casa a que se había trasladado en la ciudad de La Prasle.
En ese discurso vuelve a insistir
en sus deseos de conseguir la paz. Las palabras finales del mismo deberíamos
recordarlas siempre los españoles. Tiene un recuerdo de esos hombres que “han caído luchando engrandecidos por un
ideal, y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no
tienen rencor (…) y nos envían el mensaje de la patria eterna que dice a todos
sus hijos. “Paz. Piedad y Perdón”.
Recorre, acompañado de familiares y
humilde séquito, distintas residencias. Los alemanes ocupan la parte de Francia
en la que residían. Los alemanes aprisionan a líderes de la república que
devuelven a Franco, para que éste los fusile, como a LLuis Companys. Escapó con
su esposa y los tres ayudantes más fieles, un día antes de que hicieran
prisioneras a sus dos hermanas con sus maridos e hijos. Dejaron en libertad a
mujeres y niños pero a los dos cuñados, los mandaron a España.
Ya muy enfermo, Azaña, se empeña en
levantarse de la cama y telefonear al Presidente de México. A su muy querido
cuñado y amigo de toda la vida, Cipriano Rivas Cherif lo habían condenado a
muerte, cuando él se había negado a firmar cualquier sentencia (así absolvió a
Sanjurjo, por ej.)
Los buenos oficios del Presidente
Mejicano, Cárdenas, consiguieron hospedarlos en un hotel en la ciudad de Montauban,
bajo la protección de la embajada de Méjico. A punto estuvieron de secuestrarlo
agentes de Franco y de Hitler. Estaba ya en coma. A los dos días un 3 de
noviembre de 1940, falleció.
Ustedes se imaginan el escarnio, la
crueldad de pasear como un trofeo de guerra a un moribundo tan magnánimo como
inteligente.
Su bonhomía la demostró durante el
conflicto. Aparte de buscar el fin de la guerra, trabajó, y consiguió. el
intercambio de prisioneros. Intentó, sin conseguirlo, la liberación de José
Antonio Primo de Rivera; al igual que lo había intentado Indalecio Prieto,
amigo del líder falangista. Puede que a Franco la interesara menos esa
libertad.
Voy a seguir, s.D.q., recordando,
sin tanta extensión, a los verdaderamente “buenos” de la historia reciente; voy
a rebatir tanta patraña como quieren llevar a ley, incluida la ejemplar
transición.
No quedaría completo el bosquejo de
la personalidad de don Manuel Azaña, sino aludiera a la faceta discutible de su
Constitución del “treinta y uno”.
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