Ni era, ni es tan
desolada, triste y pobre nuestra comarca como la pinta don Ricardo. Ahora, al
regresar de Benavente, cuando aparece el horizonte sureste del pando, vuelve a
ser verde.
Desaparecieron, ¡qué desgracia!, unas seiscientas Has de encinas en
la dehesa, pero los nuevos pinares, más lo que quedó de carrascal, las colinas
de “los Campos”, del “Valle”, festonean de verdor la llanura, al que se une el
de las tempranas siembras, el rebrote de rastrojos, las alfalfas… Verde y ocre
del suelo, gris del cielo ese es nuestro melancólico paisaje otoñal.
El paisaje
del siglo pasado era el mismo conocido por mí de niño: campos de pan llevar,
verdes los sembrados de noviembre a junio, distintas tonalidades del marrón los
barbechos, dorados los rastrojos. Esa monotonía la rompían los majuelos, tan
abundantes, salpicando de verdor la sequedad del verano.
Quedaban, aunque no en
toda la comarca, carrascales de encina, prados; cercados de huertas y frutales
en las proximidades de los pueblos, y en éstos no todo era miseria; puede que
dos quintas partes fueran pequeñas y pobres casuchas jornaleras; en el resto
había una gradación desde las predominantes medianas casas de labranza, hasta,
un par de docenas en Villalpando, de casonas solariegas. Había, en algunos
pueblos casi tantas bodegas como casas, paneras, lagares, palomares… Por
supuesto que ni agua corriente, ni desagüe, ni wáteres, ni cuartos de aseo; ni
electrodomésticos, ni siquiera, hasta bien entrado el siglo XX, una raquítica
bombilla en cada casa, luz eléctrica.
Para la alimentación, mucho autoconsumo:
pan, garbanzos, marrano, huevos (cuando ponían las gallinas), y lo que se
apañaba por el campo: uvas, espárragos, cardillos, ababanjas (un día corte unas
muy tiernas, y mis hijos, aunque bien aliñadas, se negaron a comer esos
yerbajos), incluso bellotas.
Lechugas, tomates, escarola, zanahorias, asequibles
de precio, vendían por las casas las hortelanas. Importados, a Tierra de campos,
llegaban patatas, arroz, bacalao, algo de aceite de oliva, un poco de azúcar de
precio inasequible. En el “diecinueve” no creo llegara pescado fresco, creo sí
escabeche en toenelEs de madera. Ello se suplía con barbos, tencas, cangrejos,
ancas de rana, incluso anguilas en el Sequillo, Valderaduey, Cea, los tres ríos
terracampinos.
La caza, más abundante que en la actualidad, salvo los conejos,
también algo mataba hambres; si bien los cazadores furtivos habrían de vender
palomas para comprar pan. Los conejos estaban en los montes. Junto con la leña
era importante fuente de ingresos para los propietarios. Una hambruna como la del "cuarenta y cinco" seguro que acababa con la plaga actual. A unos hombres de Villárdiga los pillaron, en el monte Coto, cavando vivales para cazar los conejos. Le costó cárcel.
Ve pobreza Manolo
Bermejo en Villalcastro a consecuencia del atraso en la agricultura. Fue rico
(las ovejas, lana y carne, el trigo, el vino) el reino de Castilla, todavía
cuando la revuelta comunera. A pesar de la devaluación de la lana, las ovejas,
hasta anteayer, fueron el sustento de numerosas familias, unas treinta en
Villalpando. De esto no habla Bermejo, pues predominaban los labradores que
roturaron montes, cañadas, prados; lo que más valía era el trigo.
La pobreza de
“Tierra de Campos” era mucho menor que la de las miserables comarcas de las
Hurdes, Carballeda, Cabrera leonesa, Aliste, Sanabria, montañas de Soria,
Teruel…
El ve necesaria la incorporación de “modernas” técnicas de cultivo:
arado de vertedera, que sustituyera al romano, incipientes máquinas sembradoras,
segadoras y limpiadoras; utilización de los primeros fertilizantes químicos
(supongo el Nitrato de Chile), y, sobre todo, EL REGADÍO. “Viviamos sobre enorme
lago y nuestros campos se morían de sed”. Aquel año no hubo cosecha. La hambruna
que él, empeñando las joyas familiares, socorría.
Publicada su novela en 1899
tardaron pocos años, en 1904, a consecuencia de la revuelta y las huelgas en la
época de la siega, en llegar las primeras segadoras; creo por entonces empezaron
a separar la paja del grano, con las primitivas, toscas máquinas de limpiar, en lugar de
cuadrillas de aventadores, con bieldos, lanzando al aire lo trillado. Estas
mejoras podrían, y pudieron aumentar los ingresos de quienes tenían tierras, de
los labradores. Y de los jornaleros, ¿qué?: más paro. Tengamos también en cuenta, de ello no habla Bermejo que el mal vivir de bastantes labradores se debía a no ser propietarios de la tierra, sino renteros de absentistas que vivían en las ciudades cómodamente de las rentas.
Pero aquella primera
mecanización, y las subsiguientes, eran inevitables. Los precios del trigo no
daban para pagar tantos jornales. Pero así se fue tirando: señoritos, labradores
autónomos (que en el verano también cogían agosteros) y jornaleros. Revueltas
sociales constantes, reforma agraria non nata, que desembocaron en la guerra
civil.
Si es que aunque se hubieran repartido los latifundios tampoco se hubiera
solucionado el problema. En el campo sobraban brazos, y carecíamos de
industrias, salvo las incipientes de Cataluña y el País Vasco, no teníamos
apenas carreteras, ni ferrocarriles, ni viviendas, ni seguros sociales, ni
apenas escuelas, ni hospitales…
De todos los modos R. Macías Picavea dedicó a la
Tierra de Campos la primera y gran novela que abordó la cuestión socio
económica y moral de nuestra comarca.
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