VOLVER (Cap II)
El parto fue
fácil. Mi nacimiento casi tan breve como el del corderillo en la telera
próxima. Mi llanto rivalizó con su balido. ¡Otro crío, otro crío!, dijeron las
mujeres. Apareció una navaja para el cordón. Me limpiaron con el paño limpio. A
madre le dieron agua del botijo y abanico con el sombrero. Así que pudo
levantarse, nos llevaron al pueblo. A madre la acondicionaron encima del bálago
de un carro que pasaba por el camino, y yo, acochadico en su regazo. Ya en casa
nos atendió el señor Aniceto, el practicante.
Todo esto, de mayorcico, me lo contó la señá Petra, “La Pascua”.
La parada en
Arévalo me vuelve a la realidad. En el bar veo como unos niños, vestidos a la
moda y lustrosos, exigen a sus padres otro refresco distinto. Al reemprender la
marcha comparo con mi niñez:
Mi padre,
cuando volvía de las campañas del machaqueo, traía unas perricas ahorradas.
Pudo comprar una mulica, que formó pareja con la burra que ya teníamos. Compró
un arado, un carro barato de segunda mano que reparó el Sr. Paco el carretero,
un trillo por la feria, unas hoces, cuatro achiperres más, y se hizo labrador
de tierras del Raso, que eran del común, y siempre había alguna viesa
abandonada por lejana y pedregosa. También cogió, a medias, el bacillar de doña
Pepa. Tenía un verdejo que, tendidas, nos duraban hasta marzo, ya pasas.
Se trataba
de coger pan pa la ración, cebada pa cebar el marrano. Pa las gallinas: la
respiga, y pa los conejos, el cogido. Garbanzos no cogíamos para el gasto, por
eso, en su lugar, muchos días había muelas en el cocido diario.
A la
alimentación se encaminaba todo el esfuerzo familiar, y no salía de sopas
espesas por la mañana, cocido ramplón con un cachico de tocino (los domingos
media libra de carne de oveja) y casco de cebolla para pasar los ásperos
garbanzos o las pastosas muelas, en la comida diaria. La cena tenía más
atractivo: podía haber chicharros,
escabeche, huevos cuando ponían las gallinas del corral, o conejo, los días de
fiesta. Si pillábamos unas perras, por llevar algún equipaje del coche línea,
comprábamos castañas pilongas, acerolas, pipas. Un membrillo o una manzana.
En el tiempo
retitábamos hinchadas y verdes espigas de cebada, el blanco (flores) de las
acacias..; apañábamos todo lo que de comestible tenía el campo: cardillos,
ababanjas, espárragos silvestres.., o hurtábamos titos, muelas, garbanzos en
verde. A esa recolecta le llamábamos “ir a brúa”, siempre corridos por el amo o
por el guarda. Más difícil resultaba robar uvas. Además de los guardas de la
Hermandad, en los majuelos más próximos, ponían guarda particular: un viejico
por la comida. Bellotas en la dehesa, mejor no intentarlo. ¡Menudos guardas tenía el Covaleda!
El
presupuesto de vestido era mucho menor: unos pantalones cortos de gruesa pana,
que se dejaban de usar cuando ya no había dónde poner nuevo remiendo; un jersey
de lana, tejido por la madre, una cazadora de borra; debajo, como ropa interior, el pelele, calzoncillo y camiseta de felpa, en una sola pieza, si bien con un abertura en la entrepierna (estoy hablando de los niños). Para los pies, calcetines
de la misma lana a calceta y zuecos con piso de madera para pisar los barros y
los carámbanos. Cuando llegaba la primavera se guardaban hasta el otoño, que el
andar descalzos curtía los píes y evitaba los sabañones en el invierno.
Cuando se
encendía la bombilla de casa, al tiempo e igual de escasa y raquítica que la de
la calle, era la hora de ir a la compartida cama, donde en el invierno
pasábamos más de doce horas, “que la cama quita hambre y es donde más calentico
se está”, decía mi madre. Llevábamos un cachico de pan para matar el gusanillo del estómago que
nos despertaba a media noche. Luego nos picaban las migas si quedaban en la
gruesa sábana. Desconocíamos el pijama, dormíamos solo con la prenda interior dicha.
No eran
aburridas las horas de vela en las doce de cama invernal agotada la capacidad de
dormir. Nuestro cuarto estaba arriba en la pequeña casa familiar de dos plantas.
El techo, bajo las tejas, era de tobas, aunque, para que no nos cayera pusla
cuando andaba mucho aire, mi padre lo había cubierto con esterilla de
espadañas. Lo “alumbraba” un ventanuco que daba para el corral, por el que
veíamos alguna estrella, o se colaba la luz de la luna y los ruidos de la
noche: el canto de la coruja, que presagiaba alguna desgracia; el rumor de la lluvia,
el zumbido del viento, que hacían más apetecible el cobijo del lecho; ladridos
a veces, maullidos de gatos en celo, las noches heladas de enero; los cantos de
gallos, anunciadores del albor; trinos y gorjeos de pardales y tordos cuando se
confirmaba lo anunciado por los gallos; el toque de la “Queda”, a las diez, que
nos anunciaba que ya debíamos dormir, la campana de las monjas, a maitines, a
la una, (¡pobres monjas!), a veces coincidía con el cachico de pan, o a las
seis, (cruel campana que las volvía a sacar de la cama, en ese inhóspito y entonces destartalado convento), cuando desahogábamos la
vegija por el ventanuco, y el chorró al rodar por el tejado de la cuadra, se
convertía en pinganilla cuando la escarcha apretaba.
Todos esos
sonidos y rumores daban mucho de sí, alimentaban nuestra imaginación infantil,
amenizaban la monotonía de la larga noche en las horas de duermevela.
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Cuando el “bus”
desciende del páramo por la cuesta de Almaraz de la Mota, al divisar en el
horizonte la inmensa planicie del Raso, con el pinar, para el que cabe hoyas de
mozuelo, un cosquilleo me recorre las vísceras, el pulso se me altera. Para el
Auto-Res será rápida la doble cinta, separadora de trigales, que con el carro
era eterna. Al traspasar la loma del fondo, la de “Los Campos”, allá lejos y
tan cerca, aparecerán mis torres, el silo, la Puerta de Villa…, mi pueblo. Allí
me espera Rosina.
(continuará)
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