VOLVER.
(Capítulo III).
A los once o
doce años, mi padre, ya me sacó de la escuela. A mí me gustaba. Era de los más
espabilados. Aprendí pronto a leer y escribir, las cuatro
reglas, el maestro le dijo a mi padre que una pena no me dieran estudios; pero no había becas, no me podían mandar a estudiar el bachillerato a
un colegio de la ciudad. ¿De dónde iba a sacar mi padre el dinero? Sí, en
cambio, había que ayudar a la subsistencia familiar. Los muchachos a esa edad
empezábamos ya a ganar jornalicos: apañando piedra, escardando trigos, al
entresaque de la remolacha, o de pinches en la repoblación con pinos del Raso.
Así fui
creciendo y robusteciéndome en el esfuerzo, la austeridad y el trabajo. Pero no
dejé de leer lo que caía en mis manos: los cuentos del Guerrero del Antifaz y
Roberto Alcazar que me alquilaba el hijo del sastre; las novelas del Oeste,
también de alquiler, por dos reales, en la tienda de Carapela; después las de
Salgari y Julio Verne de una colección de la escuela, que me dejaba el maestro;
el “Corazón” de Edmundo de Amicis, que tanto me hizo llorar, al igual que “La
Barraca” de Blasco Ibañez; y las rosas, creo que de un tal Rafael Pérez, que me
dejaba la vecina de una familia más rica, las cuales encendieron mi pasión
amorosa por aquella dulce, comprensiva, encantadora muchacha.
Después de
unas temporadas de sementerero y agostero, me hice desenvuelto y liberal en el
trabajo: aprendí a arar hondo y derecho, a sembrar a dos manos, a tornar, a
limpiar a bieldo, a alumbrar, a podar… Ya, antes de ir a la mili, estuve de mozo de año en la casa grande. Envasaba y costaleaba como ninguno y no me metía miedo el tablón hasta los tirantes en la panera del Conde.
Mi barba se
cerró, mientras se me ondulaba el pelo. Mi cuerpo, de buena estatura, un haz de
músculos. Era de los mejores jugando a la pelota. Además las lecturas me habían
hecho tierno, sentimental, afectuoso, al tiempo que bravo y noble.
Rosina era
la vecina, dos años más joven, que me prestaba las novelas, y que cuando me dio
su primer baile, la pude tocar y tener tan cerca, creí estar en la gloria. La
atracción fue mutua. Nuestro amor tan fuerte como limpio. ¡Cómo nos
queríamos..! Pero...: ¡no podía ser!
Mi familia,
aunque habíamos comprado otra mulica, una agavilladora y una limpiadora,
habíamos cogido más viesas y quiñones en renta, seguía siendo de rapucheros. La
suya era de labradores de par de mulas grandes y tierras propias. Cuando
sus padres me vieron acompañarla hasta casa después del baile, le prohibieron
que aquello volviera a suceder. La encerraron tres domingos seguidos en casa.
El coraje me tuvo unos días sin apenas comer ni dormir, y mi amor propio me
hizo tomar una decisión: ¡Marchar a la Argentina!
Allá vivían
unos parientes. Tenían grandes viñedos, dilatados campos de cereal y una
estancia con miles de vacas, como la mitad de la provincia de Zamora. Ya me
habían reclamado, pero yo me resistía a dejar el terruño al que tan aferrado
estaba: Rosina, los amigos, los partidos de pelota, el baile, las novenas, las
fiestas, el café, el cine..
La tenían
encerrada. Sólo salía a misa, y con su madre. Casi no podíamos ni cruzar la
mirada: -“mucho te mira ese”, decía la madre. Al caño, el hermanito. Éste fue
el alcahuete por el que concertamos la cita una noche en el corral, bajo la
tenada. Él se encargaría de destrancar la trasera, de silenciar al perrillo. Le
juré que volvería a por ella. Juró esperarme.
Vinieron dos
malas cosechas. El padre enfermó. Empezaron las trampas con la tienda, con el
herrero, el carretero, el herrador… ¿Qué iban a hacer las tres muchachas de
casa? Casarse con el primero que llegara. Me escribió una carta mojada en
lágrimas. Yo no había ahorrado para volver a buscarla. Ella era la más guapa.
Tuvo que aceptar a un pequeñarra riquillo que siempre había andado detrás de
ella.
Yo consolé
mi pena con una preciosa criolla. Con los primos formamos una empresa.
Instalábamos infraestructuras de emparrados con palos de quebracho. La compañía
creció. Adquirimos plantaciones propias. Nos hemos especializado en uva de
mesa. Hemos pasado baches. Ahora las cosas están mal en aquel precioso país,
pero nosotros exportamos a Europa uvas de gran calidad fuera de temporada.
Nuestros ingresos, con el peso devaluado son altos. Hemos decidido establecer
una Delegación en la Unión Europea. Y de eso me voy a encargar. Internet le
permite al niño que nació en el rastrojo, dirigir el negocio desde su pueblo.
Mi cuerpo no
es el de aquel joven brioso que marchó con rabia, pero mi cabeza canosa tiene
la frescura de los años mozos, llena de experiencia, de serenidad y de ánimo.
La criolla,
que me dio tres hijos, murió en un accidente. Rosina también enviudó. Ahora nos
vamos a encontrar después de cuarenta años. Sé que sigue esbelta, que conserva
la dulzura juvenil, que va a llenar mi vida de ternura y afectos, que vamos a
compartir cada día recuerdos, emociones, sentimientos, vivencias.
Volveré a contemplar
esos tan distintos cielos del alba al ocaso, del invierno al verano;, los
grises, los azules, los cárdenos, los violeta..; las nieblas, las estrellas,
las escarchas, las calimas..; esos tan distintos suelos, con todas las gamas
del verde de sementera a cosecha, los cereños, amanzanados; los ocres de los
barbechos, los ámbar de los rastrojos,
el esmeralda de los pinares, el verde viejo de las encinas…
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Donde estaba
“La Comendadora”, el autobús se para. El abrazo con Rosina tiene la intensidad
de la primera vez, con cuarenta años de retraso. Huele al mismo perfume del
primer baile.
F I N.
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