miércoles, 1 de enero de 2025

RELATO CON BASE HISTÓRICA.

 


 ¿QUÉ FUE DE QUINTÍN “MANOJO”?

 

Era el mayor de “los Manojos”. Nacieron y se criaron en la casica de tapial, apretujada contra las lindero, como para darse calor, en la calle Olleros; ancho barrizal o carámbanos en invierno, (sin aceras) torvas en verano.  Puede que crecieran poco para no coscorronearse con los machones, ramas de negrillo sin pulir, del techo de abajo, o con las tobas en el de arriba. Su padre, de recién casado, andando a la piedra “pa” el “Trápalas”, le sacó en condición echar dos carros para empedrar  la portalada, que no todas lo estaban. Claro que entre el barro de la calle y el del piso de tierra, en aquellas casuchas jornaleras, había poca diferencia.

Desde la calle, por la puertica de dos hojas, se pasaba al cacho portal, donde estaba la tinaja y la espetera con dos cántaros. Al fondo, contra el cacho corral, pa el que daba un ventanuco,  la cocina con la lumbre en un rincón; un tosco escaño con colchoneta de borra, la convertía, también en dormitorio; una mesa con cajón para guardar el pan y los rebojos,  y seis taburetes, en comedor. El perenne pote de hierro, el puchero de barro con su tapadera para evitar las morceñas, cuando el fuelle soplaba sobre el borrajo de bogiñas secas que, a duras penas cocían los garbanzos, y el cacho tocino diarios; la tartera de las sopas espesas al desayuno, y donde se vertía lo cocido en el puchero, y de la que todos comían al no usar platos;  una sartén de patas, el botijo, el cuchillo, dos navajas, y media docena de cucharas, componían todo el menaje.

No todas las “viviendas” jornaleras eran iguales. La mayor diferencia, tener o no, aunque fuera una mieja de corral, y así  pequeña cuadra pa el burro, gallinas; la conejera, una jaula con cuatro tablas y una tela metálica; alimentarlos salía barato: grama y “cogido”; y pajar: en el ajuste de agosteros siempre entraba un carro de paja, algo para el burro (pa éste segaban hierba por los regatos) y más para envolver con las boñigas en la lumbre.

 Pocilga era un lujo inasequibles para la mayoría. An,cá del tío Manojo, cuando los muchachos, a los siete u ocho años, ya valían para ir a la respiga, con cuatro adobes y dos tejas, preparó vivienda para el marrano. ¡Menudo arreglo, un cacho diario de tocino con los garbanzos o muelas! Y manteca para freír dos huevos en la cena, y ¡menuda! diferencia de las sopas del desayuno de con sebo a con manteca. ¡Menudo arreglo!, no tener que comprar aceite, tan cara. Cambiaban los jamones por espaldares de tocino, que no tiene hueso,  kilo a kilo que, además de en el cocido, los torreznos eran mucho arreglo para las  “meriendas”, yantar  diario en el campo.  Con dos torreznos, medio pan y botella de vino había energía  para “alumbrar” dos cuartas de majuelo, trenzar cincuenta manojos de vides, o pasar, sujetando la mancera, de sol a sol. Cuando conseguían ajuste para hacer el verano, era a mantenido.

Quintín iría a la escuela, to lo más, hasta los ocho o nueve años que, a esa edad, ya valían los niños yunteros, pa apañar piedras, vides, respigar, vendimiar, ir de atropiles o trilliques. Los de más suerte, por la comida, entraban de perillanes en casa grande, que aunque el chorizo lo hicieran con  tocino y carne de chivo, o de callos y patata, al menos hambre no pasaban.

Su padre y su madre, como a su pueblo en “Tierra de Campos”, ya desde las huelgas del "cuatro", habían llegado las segadoras agavilladoras, se marchaban los veranos al páramo de los Torozos. Allí, como seguían sembrando a cerro, seguían segando a hoz.

Mientras vivió la abuela los niños quedaban a su cuidado. Escañada de tanto trabajo, pocas comida, medicinas e higiene, las abuelas, como todas las pobres, murieron pronto. Aquel año, el “veintiséis” debió ser, Quintín con catorce añicos, tras él, separados entre dieciséis y veinticuatro meses, seguían, Alejandro, Faustino, Teo, Victoria y la niñica que se ahogó, marcharon todos a la siega. El burrico les daba la vida. La tía “Barrila” les prestaba la albarda y los cuévanos. En cada seno, colgadas de éstos las hoces, con lana vieja de mullido, viajaban los cuatro pequeños; en medio mantas, alforjas con la fiambrera y dos botijos; dediles y dos sábanas viejas; en los rastrojos, puestas sobre los cuévanos de pie, atadas con un cordel eran el sombrajo donde se cobijaban los pequeños.

Llegaron en larga jornada a Peñaflor de Hornija. Les salió ajuste por un alto, a duro la iguada, más la comida. La primera noche sobre unos costanizos y sacos llenos de paja, durmieron en el portalón de los amos. Antes les dieron buena cena: tartera grande de patatas con entrecuesto; pan sin ración. Al día siguiente al tajo: siega y atropeo de aurora a crepúsculo. Paraban tras la comida en las dos horas de chicharreo, cuando hasta todos los bichos del campo, callan y se buscan una sombra, desde una hura a un terrón del barbecho.

Los tres mayores, catorce, doce y diez y  pico años, ya iban de atropiles. Teo y Victoria eran los aguadores. Los aparejaban el burro; los botijos ocupaban tres senos de los cuévanos, en el otro metían a la niñica, que tenía dos años; los daban el pie para montar a espernaquete, Teo a las riendas y Victoria agarrada a su cintura. Marchaban a la fuente.

Estaba en la ladera del Hornija. Habían cavado como una especie de cueva que albergaba pequeño estanque, cerrado por muro de piedra con una hendidura donde se incrustaba el tubo que hacía de caño. Cuando no había aguadores, el regatillo llenaba de verdor la pradera.

Aquel día, como todos, bajaron a la niña para que bebiera del caño, que el burro pastara un poco, se quitaron la poca ropa y se metieron a bañar en el riachuelo. Cuando volvieron la hermanica estaba ahogada en el estanque de la fuente: que si se subió al murete y resbaló con el verdín…

El padre le mandó hacer una cajica al carpintero local. La trajo a enterrar al pueblo, junto a la abuela, y volvió a la siega.

Los cuatro muchachos manojos, y la hermana, eran listos. Aunque dejaban pronto la escuela de “villa” (así llamaban a la nacional), iban por la noche a la clase, que daba un maestro, discípulo de Giner de los Ríos, en la “Casa del Pueblo”. En ella, además de a leer bien, escribir, las cuatro reglas, algo de geometría y el sistema métrico, iban tomando conciencia de clase oprimida, de que a aquella sociedad había que volverle el cuajo de arriba abajo. Se decantaron por la utopía anarquista, que habían traído de Francia otros obreros emigrados al principio de la dictadura de Primo de Rivera, que asistían a los mítines de Blasco Ibañez y de Unamuno. Varios de ellos habían tomado parte en el fallido intento revolucionario de Vera de Bidasoa en noviembre del “veinticuatro”.  

Aunque sin mucho entusiasmo, en el "treinta y uno"(ellos estaban por la revolución) aceptaron la proclamación de la II República, a pesar de que se implantaba una democracia burguesa. Si bien, en todas las libertades que traía consigo, vieron la ocasión de, con manifestaciones, huelgas, y lo que hiciera falta, “dar la vuelta a la tortilla”.

Los señoritos del pueblo no querían apearse del machito. Éstos, los de las cuatro casas grandes, eran pocos y no valían pa nada. Casi todos los labradores autónomos,  también trabajadores, aunque sólo tuvieran cuatro cachos de tierra y otras en renta, como casi todos cogían algún obrero “pa hacer el verano”, y las mujeres iban a misa, eran de derechas. Aunque sólo comieran garbanzos, tocino, huevos y pan, al menos no pasaban hambre. Y los comerciantes, los dos médicos, los del Juzgao, más la mayoría de los de oficios (carreteros, herradores, albañiles, sastres, modistas, guarnicionero,..), también votaban a las derechas. La tensión que se vivía en estos pueblos era buena muestra de la misma en todos, en aquella España rural. “Quien ve su villa, ve Sevilla”. Hasta un crimen hubo; la víctima fue “Tano”, el Jefe local de la CNT,  cuando las huelgas del “treinta y cuatro”.

El Manojo pequeño, “Teo”, a los 16 años, cuando triunfó el Frente Popular, se escapó a trabajar a Madrid. Dijo que él sudor suyo no lo iba a comer ningún señorito del pueblo. Cuando los militares se sublevaron corrió a por un fusil para defender Madrid. Murió en Brunete enfrentándose, bomba de mano en ristre, a un tanque derechista. Al tercero, Faustino, lo fusilaron en Zamora. Su hermana Victoria conservaba la carta de despedida.

En aquellos años de la República los mozos y mozas de izquierdas confraternizaban en las manifestaciones, en las celebraciones, en el baile de los obreros. Quintín, bronceado de soles, magro y fibroso de tanta hoz y tanta azada, era de facciones muy agradables. Dos sentimientos ocupaban su mente: el afán de justicia social y la ternura. Jamás cazó un pardal, jamás destruyó un nido de perdiz para comer sus huevos. Una ternura anhelante de alma gemela en quien volcar tantos afectos.

De entre tantas muchachas obreras se enamoró de la morenita preciosa, inteligente, reivindicadora; se enamoró de "Cari", Caridad.

Entre las gentes de izquierdas de los pueblos no caló uno de los axiomas del comunismo, lo del amor libre: las muchachas cuidaban sur virginidad hasta el matrimonio; los vínculos familiares, el amor entre esposos, hermanos, padres, hijos se conservaron intactos.

A primeros del “treinta y seis”, por supuesto que ante la Gestora Municipal de Izquierdas y por lo civil, sellaron su amor.

En la “Tierra de Campos” no paraba de llover, no había jornales. Quintín se marchó, en el tren burra desde Castroverde, a trabajar a las minas de Asturias. Acostumbrado a respirar el aire puro de las besanas de la estepa, con olor a mies, a barbecho, a lagar y a heno, según las épocas, "Cari"le mandó unas mascarillas de lienzo y lana que ella misma había lavado, hilado y tejido, para filtrar el silicoso polvillo de la mina. Por lo demás, ni los más fornidos asturianos, sacaban más tajo que estos enjutos campesinos castellanos.

Quintín y Cari por carta intercambiaban cariños y noticias. La última fue para decirle que estaba embarazada de tres meses. Estalló la guerra y ya no recibió contestación. Por gente que lo vio y reconoció en Benavente la noche del 19 de julio, se supo que Quintín había formado parte de la columna de mineros que, engañados por Aranda, y a petición de Prieto, salió de Asturias, con ánimo de llegar a defender Madrid de los facciosos.

Quintín, antes de salir de Oviedo telegrafió a sus compañeros de la CNT villalpandina: -“Salimos para Madrid. Esperarnos a la entrada, de paso, para tomar el pueblo”. Salieron pero, por la carretera de La Coruña, en lugar de mineros, llegaron los guardias civiles de la villa condal, huyendo de éstos. Mataron a dos muchachos.

Aquella noche del 19, en Benavente, adonde habían parado a pernoctar, supieron los mineros de la traición de Aranda. Se dieron la vuelta para sumarse al asedio de Oviedo. De Quintín, ni Cari, ni sus padres, tuvieron noticia, aunque daban por seguro que estaba combatiendo en el ejército del Frente Popular.

Acabada la guerra, cuando llegó a casa de los padres, un guardia civil, con la orden de presentarse en el Gobierno Militar para cumplir el servicio militar obligatorio en el ejército vencedor, supo su familia que Quintín estaba vivo. Habían encontrado su ficha en los papeles de los vencidos. Su padre dejaba sin trancar la puerta de casa por si una noche se presentaba.

Pasó un año, dos, casi tres. La “sangre de cebolla” de Cari no había dado para alimentar al niño. Se murió.

Por las noches iba escondida  a casa de la “Plina”, comunista en la clandestinidad, que, muy en secreto, tenía radio; por la “Pirenaica” sabían que guerrilleros comunistas, emboscados en las montañas, hostigaban a elementos facciosos: curas, alcaldes, guardia civil. Cari vivía con la esperanza de que Quintín estuviera con ellos. Se le partía el corazón cuando en el “parte” de la RNE franquista, daban noticia del abatimiento de “criminales” rojos que andaban por los montes. El corazón le decía cualquiera de ellos podría ser Quintín.

Cari, para subsistir, se había puesto a servir. Por entonces las amas maltrataban a las criadas, y los hijos, más si eran guapas y rojas, se creían con el derecho a yacer en el mismo lecho. Como solución vital, previos papeles sobre la desaparición de Quintín, aceptó casarse, obligatoriamente por la iglesia, con  Tomasito, un viudo joven que tenía una niña. Otros cuatro, todos varones, trajo al mundo el nuevo matrimonio.

Adelaida era una mujer soltera. A su hermano Pedro lo habían fusilado. Ella vivía sola, trabajando en lo que pillaba, en casucha a las afueras del pueblo. Una noche llaman a su puerta. Se asoma por un ventanuco. Ve a un fraile.

-Abre, abre-,  le cuchichea: -soy Quintín “Manojo”;

Entreabre con miedo la puerta: -pasa, pasa hijo mío.

-No voy a casa de mis padres porque los maderos seguro que la vigilan. Sólo quiero saber qué es de Cari.

-Como creían habías muerto, se casó con Tomasito.

-A nadie cuentes que me has visto, que estoy vivo, voy a dejar pronto de estarlo.

Pasaron muchos años. Siguiendo a un jabalí herido, Ramón, el guarda forestal, se internó en la espesura del carrascal del raso. Lugar lleno de maleza, solo accesible apartando o cortando puntas de rama. Allí, entre girones de hábito franciscano, encontró unos huesos; una pistola furruñosa y una calavera con un agujero en la sien. Dentro de una cajita de chapa, una foto de Cari y un cartón donde ponía:

-“Si alguien encuentra esto que guarde el secreto, por favor”.

Ramón me lo contó, poco antes de morir, no hace mucho. Nadie ha sabido qué fue de Quintín el mayor de “los Manojos”. 



                         La madre, dos hermanitos y una hermanita de Quintín.


NOTA:  Salvo algún nombre cambiado, todos los personajes, y casi todos los hechos de este relato, son reales. Lo único ficticio es el desenlace. Lo cierto es que nadie sabe "Qué fue de Quintín Gil Calvo"

2 comentarios:

Exalumno dijo...

Precioso relato en su estilo; lleno de pinceladas históricas, sociales y políticas.
Por todos los años que usted lleva de lucha por la mejora de su pueblo en lo moral, cultural y material, no sé a que espera el ayuntamiento para hacerle un homenaje.

Administrador dijo...

Muchas gracias por tu elogio. Estos aislados comentarios, pero sobre las muestras de amistad que recibo personalmente, me reconfortan, son homenaje suficiente.
Recuerdo a Antonio Machado: "Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi cantar..."
En lo de homenaje municipal jamás he pensado; con no perseguirme tenía bastante. No, no; sería excesivo¡ qué apuro!
Si no a la altura de don Antonio, ahí va a quedar "mi cantar".