¿QUÉ FUE DE QUINTÍN “MANOJO”?
Era el
mayor de “los Manojos”. Nacieron y se criaron en la casica de tapial,
apretujada contra las lindero, como para darse calor, en la calle Olleros;
ancho barrizal o carámbanos en invierno, (sin aceras) torvas en verano. Puede que crecieran poco para no
coscorronearse con los machones, ramas de negrillo sin pulir, del techo de
abajo, o con las tobas en el de arriba. Su padre, de recién casado, andando a
la piedra “pa” el “Trápalas”, le sacó en condición echar dos carros para empedrar la portalada, que no todas lo estaban. Claro
que entre el barro de la calle y el del piso de tierra, en aquellas casuchas
jornaleras, había poca diferencia.
Desde la calle, por la puertica de dos hojas, se pasaba al cacho portal, donde estaba la tinaja y la
espetera con dos cántaros. Al fondo, contra el cacho corral, pa el que daba un
ventanuco, la cocina con la lumbre en un
rincón; un tosco escaño con colchoneta de borra, la convertía, también en
dormitorio; una mesa con cajón para guardar el pan y los rebojos, y seis taburetes, en comedor. El perenne pote
de hierro, el puchero de barro con su tapadera para evitar las morceñas, cuando
el fuelle soplaba sobre el borrajo de bogiñas secas que, a duras penas cocían
los garbanzos, y el cacho tocino diarios; la tartera de las sopas espesas al
desayuno, y donde se vertía lo cocido en el puchero, y de la que todos comían
al no usar platos; una sartén de patas,
el botijo, el cuchillo, dos navajas, y media docena de cucharas, componían todo
el menaje.
No todas las “viviendas” jornaleras eran iguales. La mayor diferencia, tener o no, aunque fuera una mieja de corral, y así pequeña cuadra pa el burro, gallinas; la conejera, una jaula con cuatro tablas y una tela metálica; alimentarlos salía barato: grama y “cogido”; y pajar: en el ajuste de agosteros siempre entraba un carro de paja, algo para el burro (pa éste segaban hierba por los regatos) y más para envolver con las boñigas en la lumbre.
Pocilga era un lujo inasequibles para la mayoría. An,cá
del tío Manojo, cuando los muchachos, a los siete u ocho años, ya valían para
ir a la respiga, con cuatro adobes y dos tejas, preparó vivienda para el
marrano. ¡Menudo arreglo, un cacho diario de tocino con los garbanzos o muelas!
Y manteca para freír dos huevos en la cena, y ¡menuda! diferencia de las sopas
del desayuno de con sebo a con manteca. ¡Menudo arreglo!, no tener que comprar
aceite, tan cara. Cambiaban los jamones por espaldares de tocino, que no tiene hueso, kilo a kilo
que, además de en el cocido, los torreznos eran mucho arreglo para las “meriendas”, yantar diario en el campo. Con dos torreznos, medio pan y botella de
vino había energía para “alumbrar” dos
cuartas de majuelo, trenzar cincuenta manojos de vides, o pasar, sujetando la
mancera, de sol a sol. Cuando conseguían ajuste para hacer el verano, era a
mantenido.
Quintín
iría a la escuela, to lo más, hasta los ocho o nueve años que, a esa edad, ya
valían los niños yunteros, pa apañar piedras, vides, respigar, vendimiar, ir de
atropiles o trilliques. Los de más suerte, por la comida, entraban de
perillanes en casa grande, que aunque el chorizo lo hicieran con tocino y carne de
chivo, o de callos y patata, al menos hambre no pasaban.
Su padre
y su madre, como a su pueblo en “Tierra de Campos”, ya desde las huelgas del "cuatro", habían llegado las segadoras agavilladoras, se marchaban los veranos al
páramo de los Torozos. Allí, como seguían sembrando a cerro, seguían segando a
hoz.
Mientras
vivió la abuela los niños quedaban a su cuidado. Escañada de tanto trabajo,
pocas comida, medicinas e higiene, las abuelas, como todas las pobres, murieron
pronto. Aquel año, el “veintiséis” debió ser, Quintín con catorce añicos, tras
él, separados entre dieciséis y veinticuatro meses, seguían, Alejandro,
Faustino, Teo, Victoria y la niñica que se ahogó, marcharon todos a la siega.
El burrico les daba la vida. La tía “Barrila” les prestaba la albarda y los
cuévanos. En cada seno, colgadas de éstos las hoces, con lana vieja de mullido,
viajaban los cuatro pequeños; en medio mantas, alforjas con la fiambrera y dos
botijos; dediles y dos sábanas viejas; en los rastrojos, puestas sobre los cuévanos de pie,
atadas con un cordel eran el sombrajo donde se cobijaban los pequeños.
Llegaron
en larga jornada a Peñaflor de Hornija. Les salió ajuste por un alto, a duro la
iguada, más la comida. La primera noche sobre unos costanizos y sacos llenos de
paja, durmieron en el portalón de los amos. Antes les dieron buena cena:
tartera grande de patatas con entrecuesto; pan sin ración. Al día siguiente al
tajo: siega y atropeo de aurora a crepúsculo. Paraban tras la comida en las dos
horas de chicharreo, cuando hasta todos los bichos del campo, callan y se
buscan una sombra, desde una hura a un terrón del barbecho.
Los tres
mayores, catorce, doce y diez y pico
años, ya iban de atropiles. Teo y Victoria eran los aguadores. Los aparejaban
el burro; los botijos ocupaban tres senos de los cuévanos, en el otro metían a la niñica,
que tenía dos años; los daban el pie para montar a espernaquete, Teo a las
riendas y Victoria agarrada a su cintura. Marchaban a la fuente.
Estaba en
la ladera del Hornija. Habían cavado como una especie de cueva que albergaba
pequeño estanque, cerrado por muro de piedra con una hendidura donde se
incrustaba el tubo que hacía de caño. Cuando no había aguadores, el regatillo
llenaba de verdor la pradera.
Aquel
día, como todos, bajaron a la niña para que bebiera del caño, que el burro
pastara un poco, se quitaron la poca ropa y se metieron a bañar en el
riachuelo. Cuando volvieron la hermanica estaba ahogada en el estanque de la
fuente: que si se subió al murete y resbaló con el verdín…
El padre
le mandó hacer una cajica al carpintero local. La trajo a enterrar al pueblo,
junto a la abuela, y volvió a la siega.
Los
cuatro muchachos manojos, y la hermana, eran listos. Aunque dejaban pronto la
escuela de “villa” (así llamaban a la nacional), iban por la noche a la clase,
que daba un maestro, discípulo de Giner de los Ríos, en la “Casa del Pueblo”.
En ella, además de a leer bien, escribir, las cuatro reglas, algo de geometría
y el sistema métrico, iban tomando conciencia de clase oprimida, de que a
aquella sociedad había que volverle el cuajo de arriba abajo. Se decantaron por
la utopía anarquista, que habían traído de Francia otros obreros emigrados al principio de la dictadura de Primo de Rivera, que
asistían a los mítines de Blasco Ibañez y de Unamuno. Varios de ellos habían
tomado parte en el fallido intento revolucionario de Vera de Bidasoa en
noviembre del “veinticuatro”.
Aunque
sin mucho entusiasmo, en el "treinta y uno"(ellos estaban por la revolución) aceptaron la
proclamación de la II República, a pesar de que se implantaba una democracia
burguesa. Si bien, en todas las libertades que traía consigo, vieron la ocasión
de, con manifestaciones, huelgas, y lo que hiciera falta, “dar la vuelta a la
tortilla”.
Los
señoritos del pueblo no querían apearse del machito. Éstos, los de las cuatro
casas grandes, eran pocos y no valían pa nada. Casi todos los
labradores autónomos, también trabajadores, aunque sólo tuvieran cuatro cachos de tierra
y otras en renta, como casi todos cogían algún obrero “pa hacer el verano”, y
las mujeres iban a misa, eran de derechas. Aunque sólo comieran garbanzos,
tocino, huevos y pan, al menos no pasaban hambre. Y los comerciantes, los dos médicos,
los del Juzgao, más la mayoría de los de oficios (carreteros, herradores, albañiles,
sastres, modistas, guarnicionero,..), también votaban a las derechas. La
tensión que se vivía en estos pueblos era buena muestra de la misma en todos,
en aquella España rural. “Quien ve su villa, ve Sevilla”. Hasta un crimen hubo; la
víctima fue “Tano”, el Jefe local de la CNT, cuando las huelgas del
“treinta y cuatro”.
El Manojo
pequeño, “Teo”, a los 16 años, cuando triunfó el Frente Popular, se escapó a
trabajar a Madrid. Dijo que él sudor suyo no lo iba a comer ningún señorito del
pueblo. Cuando los militares se sublevaron corrió a por un fusil para defender
Madrid. Murió en Brunete enfrentándose, bomba de mano en ristre, a un tanque
derechista. Al tercero, Faustino, lo fusilaron en Zamora. Su hermana Victoria
conservaba la carta de despedida.
En
aquellos años de la República los mozos y mozas de izquierdas confraternizaban
en las manifestaciones, en las celebraciones, en el baile de los obreros.
Quintín, bronceado de soles, magro y fibroso de tanta hoz y tanta azada, era de
facciones muy agradables. Dos sentimientos ocupaban su mente: el afán de
justicia social y la ternura. Jamás cazó un pardal, jamás destruyó un nido de
perdiz para comer sus huevos. Una ternura anhelante de alma gemela en quien
volcar tantos afectos.
De entre
tantas muchachas obreras se enamoró de la morenita preciosa, inteligente,
reivindicadora; se enamoró de "Cari", Caridad.
Entre las
gentes de izquierdas de los pueblos no caló uno de los axiomas del comunismo,
lo del amor libre: las muchachas cuidaban sur virginidad hasta el matrimonio;
los vínculos familiares, el amor entre esposos, hermanos, padres, hijos se
conservaron intactos.
A
primeros del “treinta y seis”, por supuesto que ante la Gestora Municipal de
Izquierdas y por lo civil, sellaron su amor.
En la
“Tierra de Campos” no paraba de llover, no había jornales. Quintín se marchó,
en el tren burra desde Castroverde, a trabajar a las minas de Asturias.
Acostumbrado a respirar el aire puro de las besanas de la estepa, con olor a
mies, a barbecho, a lagar y a heno, según las épocas, "Cari"le mandó unas
mascarillas de lienzo y lana que ella misma había lavado, hilado y tejido, para
filtrar el silicoso polvillo de la mina. Por lo demás, ni los más fornidos
asturianos, sacaban más tajo que estos enjutos campesinos castellanos.
Quintín y
Cari por carta intercambiaban cariños y noticias. La última fue para decirle
que estaba embarazada de tres meses. Estalló la guerra y ya no recibió
contestación. Por gente que lo vio y reconoció en Benavente la noche del 19 de
julio, se supo que Quintín había formado parte de la columna de mineros que,
engañados por Aranda, y a petición de Prieto, salió de Asturias, con ánimo de
llegar a defender Madrid de los facciosos.
Quintín,
antes de salir de Oviedo telegrafió a sus compañeros de la CNT villalpandina:
-“Salimos para Madrid. Esperarnos a la entrada, de paso, para tomar el pueblo”.
Salieron pero, por la carretera de La Coruña, en lugar de mineros, llegaron los
guardias civiles de la villa condal, huyendo de éstos. Mataron a dos muchachos.
Aquella
noche del 19, en Benavente, adonde habían parado a pernoctar, supieron los
mineros de la traición de Aranda. Se dieron la vuelta para sumarse al asedio de
Oviedo. De Quintín, ni Cari, ni sus padres, tuvieron noticia, aunque daban por
seguro que estaba combatiendo en el ejército del Frente Popular.
Acabada
la guerra, cuando llegó a casa de los padres, un guardia civil, con la orden de presentarse en el
Gobierno Militar para cumplir el servicio militar obligatorio en el ejército
vencedor, supo su familia que Quintín estaba vivo. Habían encontrado su ficha
en los papeles de los vencidos. Su padre dejaba sin trancar la puerta de casa
por si una noche se presentaba.
Pasó un
año, dos, casi tres. La “sangre de cebolla” de Cari no había dado para
alimentar al niño. Se murió.
Por las
noches iba escondida a casa de la
“Plina”, comunista en la clandestinidad, que, muy en secreto, tenía radio; por
la “Pirenaica” sabían que guerrilleros comunistas, emboscados en las
montañas, hostigaban a elementos facciosos: curas, alcaldes, guardia civil.
Cari vivía con la esperanza de que Quintín estuviera con ellos. Se le partía el
corazón cuando en el “parte” de la RNE franquista, daban noticia del
abatimiento de “criminales” rojos que andaban por los montes. El corazón le
decía cualquiera de ellos podría ser Quintín.
Cari,
para subsistir, se había puesto a servir. Por entonces las amas maltrataban a
las criadas, y los hijos, más si eran guapas y rojas, se creían con el derecho
a yacer en el mismo lecho. Como solución vital, previos papeles sobre la
desaparición de Quintín, aceptó casarse, obligatoriamente por la iglesia,
con Tomasito, un viudo joven que tenía
una niña. Otros cuatro, todos varones, trajo al mundo el nuevo matrimonio.
Adelaida
era una mujer soltera. A su hermano Pedro lo habían fusilado. Ella vivía sola,
trabajando en lo que pillaba, en casucha a las afueras del pueblo. Una noche
llaman a su puerta. Se asoma por un ventanuco. Ve a un fraile.
-Abre,
abre-, le cuchichea: -soy Quintín
“Manojo”;
Entreabre
con miedo la puerta: -pasa, pasa hijo mío.
-No voy a
casa de mis padres porque los maderos seguro que la vigilan. Sólo quiero saber
qué es de Cari.
-Como
creían habías muerto, se casó con Tomasito.
-A nadie
cuentes que me has visto, que estoy vivo, voy a dejar pronto de estarlo.
Pasaron
muchos años. Siguiendo a un jabalí herido, Ramón, el guarda forestal, se
internó en la espesura del carrascal del raso. Lugar lleno de maleza, solo
accesible apartando o cortando puntas de rama. Allí, entre girones de hábito
franciscano, encontró unos huesos; una pistola furruñosa y una calavera con un
agujero en la sien. Dentro de una cajita de chapa, una foto de Cari y un cartón
donde ponía:
-“Si alguien encuentra esto que guarde el
secreto, por favor”.
Ramón me
lo contó, poco antes de morir, no hace mucho. Nadie ha sabido qué fue de
Quintín el mayor de “los Manojos”.
La madre, dos hermanitos y una hermanita de Quintín.
NOTA: Salvo algún nombre cambiado, todos los personajes, y casi todos los hechos de este relato, son reales. Lo único ficticio es el desenlace. Lo cierto es que nadie sabe "Qué fue de Quintín Gil Calvo"
2 comentarios:
Precioso relato en su estilo; lleno de pinceladas históricas, sociales y políticas.
Por todos los años que usted lleva de lucha por la mejora de su pueblo en lo moral, cultural y material, no sé a que espera el ayuntamiento para hacerle un homenaje.
Muchas gracias por tu elogio. Estos aislados comentarios, pero sobre las muestras de amistad que recibo personalmente, me reconfortan, son homenaje suficiente.
Recuerdo a Antonio Machado: "Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi cantar..."
En lo de homenaje municipal jamás he pensado; con no perseguirme tenía bastante. No, no; sería excesivo¡ qué apuro!
Si no a la altura de don Antonio, ahí va a quedar "mi cantar".
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