EN LOS PICOS DE EUROPA.
Debió
ser sobre el seis de agosto de 1959. El día antes llenamos las mochilas. Yo
llevaba un macuto y una manta que había traído mi tío de la guerra. Aporté, (de
los cuatro era la única casa donde mataban marrano) chorizo gordo y jamón, un
trozaco, nada de lonchas, con su correspondiente tocino; una fiambrerada de
huevos cocidos aliñados con aceite, vinagre y pimiento. Los otros compraron
leche condensada, galletas, cola-cao, terrones de azúcar, queso y bastantes latillas
de sardinas en aceite. Un pan de kilo por barba…
Cogimos
el coche de Valladolid hasta Rioseco, buscando el más fácil auto-stop hasta
León. Por aquel entonces el tráfico de Madrid a Asturias era por la carretera
de Adanero a Gijón. A lo largo de la mañana fuimos llegando y juntando en el
punto convenido, al principio de Ordoño II. Allí nos esperaba “Nandi”, Fernando
Alfayate, de la familia de los “Ivos”, casa con jardín delantero y verja en la
calle Solana.
¡Qué
alegría con cada uno que iba llegando! Nos llevó a comer a su casa. A su
hermana la alegró, sobre todo, la presencia de Eloyuco (era muy guapo). Por la
tarde anduvimos por ahí. No quisimos abusar; en un parque merienda cena de mi
mochila. Dormimos, primera noche, en la casa dicha; Eutiquia, hermana de
Adelia, se llamaba la madre de “Nandi”.
Bien de
mañana cogimos el coche de línea que, desde León, por Cistierna, Riaño,… nos
dejaría en Portilla de la Reina, lugar más próximo por carretera al valle de
Valdeón. Esa carretera continúa, por el puerto de San Glorio, hasta Potes, etc.
Por aquel entonces, al valle dicho, rincón al noroeste de la provincia de León,
entre Asturias y Cantabria, no llegaban los coches; era un camino, cruzando el
Puerto de Pandetrave, de herradura. En el anecdotario de don Primitivo está
cuando, recién cantado misa, le destinaron a los Picos de Europa. Le salieron a
esperar al coche de línea con dos caballerías. A nosotros nadie esperaba, si
bien llevábamos carta de recomendación de don Primitivo.
Llegamos
a Posada de Valdeón hacia el mediodía. Nos dirigimos en la fonda a la “patrona”
de don Primi, cuyo un hijo, Modesto, era
guía de montaña. Al vernos con ese atuendo, y tan críos, nos preguntó: -¿Os
creéis capaces de cruzar los Picos de Europa?; -¡Bueno! Usted venga con
nosotros y lo intentaremos; -¡Sí claro, y si os agotáis cuando estemos arriba,
¿qué hacemos?
La verdad es que nuestro
equipamiento era deficiente: ropa de diario de verano, unos jerséis, por si
acaso, ellos zapatillas de baloncesto y
yo unas sandalias con piso de goma que me había hecho a la medida Carlos, un
zapatero de Villarramiel que vivía en la casa vieja de Peque.
Nos vio
animosos y, aunque con reparos, aceptó, creo que por doscientas pesetas, ser
nuestro guía. Su madre nos dejó tirar de latillas, incluso nos regaló unos
gajos de cebolla, agua fresca, y comer allí en una mesa. Por la tarde anduvimos
visitando aquellas aldeas. Cuando iba a atardecer montamos, en un prado, la
tienda de campaña.
¡La
tienda!: la madre que la parió. Se la habían prestado a Eloy del seminario con
capacidad para veinte seminaristas. Tenía dos mástiles, telescópicos, sobre los
que apoyaba el del cerral, o sea: horizontal; sobre él, la lona. Luego sus
correspondientes vientos y clavijas para anclar en el suelo, pegando con una
piedra.
Cuando
se hizo de noche, envueltos en la manta y con la mochila de cabecera, alá, a
dormir. No sé el rato que llevaríamos. Unos enormes truenos nos despertaron, y
el agua que corría por debajo de la tienda; no tenía piso, como las de ahora.
Un cobertizo con hierba seca que habíamos visto cerca, fue nuestra salvación.
La
tienda, que seca la lona pesaba nueve kilos, mojada, veinte, o más. Modesto se
negó a acompañarnos si no dejábamos la tienda en la fonda. ¡Menos mal!
-O sea: ¿Que
queréis llegar hasta Covadonga?
-Vamos a
intentarlo.
Emprendimos
la marcha: primero caminitos entre prados y huertos; bosques a medida que
íbamos subiendo, hasta llegar a la roca pura, sin caminos, ni rutas marcadas,
como ahora para los senderistas: subir, subir sorteando peñascos, a veces
escalando. Mis compañeros tenían bicis de carrera. Muchos días subíamos la
cuesta de Almaraz, pero no tenían el entrenamiento del camión de Güaricha. En
cierto sitio me adelanté del grupo y pisé una gravera, ladera de montaña
cubierta de guijarros que no sostenían mi peso; así me fui deslizando hasta una
hondonada; ello obligó al guía, para salir a mi rescate a cambiar de ruta, con
el consiguiente rodeo.
Después
del susto paramos a comer, y vuelta a caminar cuesta arriba siempre. Como a
media tarde a Luis Astudillo le entró agotamiento: -Ya no puedo más, seguid
vosotros y dejadme aquí que me coman las águilas.
Modesto,
al ver la cosa tan mal, cargó con su mochila;
le hizo beber agua con terrones de azúcar. -¡Venga, que nos falta poco
para el chozo de los pastores!
(Continuará s.D.q.)
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