No sé si tocaron las campanas a muerto o, por mi sordera, no las oí. No salí el sábado, el domingo un poco a la plaza. Allí no ponen esquelas. Nadie me dio la noticia, hasta ahora, por la mañana en que Pablo, mi hermano, me dice: "Ayer enterraron a Jose".
Como siempre fui cariñoso con él, como fui confidente de sus alegrías, de sus tristezas (era extravertido, tenía necesidad de cariño, de comprensión, aparte de la familiar), pero no en toda la gente del pueblo encontraba ese afecto, sino, por parte de algunos "graciosos", el darle guerra, gastarle bromas, aunque todo el mundo le quería; por toda la buena relación que con él tuve, le dedico este recuerdo.
Haría, puede que dos años, que no paseaba las calles del pueblo, ni le veíamos por la iglesia, ni por la plaza, ni por la puerta de villa. ¡Qué ejemplo de humanidad de sacrificio el de esa familia! ¡Cómo le han cuidado hasta el final!
Mis primeros recuerdos de Jose son los de niño yegüaricero. Ahí comenzó su infancia feliz. Tralla en mano dirigiendo con su abuelo Cándido, con su tío Antonio "el Rojo", con su hermano "Canucho" a toda la becera del "prao" al "Yegüarizo", cuando había que pasar las "Zambranas" saltando de piedra en piedra.
Jose formaba parte entrañable del paisaje urbano de Villalpando. Vivía a su aire, a ratos, completamente feliz. Se conformaba con poco: llevar la cruz en los entierros; la pendoneta en Semana Santa; encontrar a alguien que le escuchara. Sabía, sobre todo cuando alguien, en la puerta villa, sin mala intención, le gastaba brmas, chinchaba, si por allí, servidor, aparecía, (¡Gapito!) podía refugiarse en mí, para encontrar comprensión, cariño. Y, si le hacia un pequeño obsequio, ¡cómo lo agradecía!. Más feliz no podía ser.
Por encima de todo el inducido desencuentro con esa familia, a la que ni guardo rencor, ni creo ellos a mí, estoy, con lágrimas en los ojos, recordando a mi amigo Jose.
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