Las oigo cuando voy a la farmacia. Su viejo tañido no deja de estremecerme. Tal que en esos momentos mi abuela al escucharlas, lloraba. Tal día de 1915, de regreso de la Argentina, entraba en el carro de su padre, que había ido a por ellos a la estación de tren de Benavente, adonde habían llegado un día antes y pasada la noche sobre el suelo en los jergones de una posada, un matrimonio joven con cinco niños. La mayor, mi querida tía Petra, con quien me crié, de nueve añicos; mi padre, Mateo de siete, Gil-Agapito, al que mataron en la guerra, de cinco, Antonio, el de Lola panadera, nacido en el "trece", dos añicos, y David, niño de pecho de cinco mesicos. Volvió dañado de la guerra.
Como tantos otros, a mis abuelos los echó la filoxera que arrasó los viñedos, y ellos eran aguardienteros. Las cuatro viesas que roturó en el Raso, no les daban para vivir. Ni sé cómo juntarían el dinero para la ida: carro hasta Benavente, tren hasta Vigo; en la tercera del vapor atestado de emigrantes, travesía del Atlántico hasta Brasil, luego a costear el continente hasta Buenos Aires; tren hasta, San Rafael, en la provincia Mendoza, en el otro extremo del país, carreta hasta Ramacaída, donde el gobierno argentino les daba toda la tierra que pudieran labrar...
Mi abuela no resistió la añoranza. Llevaron dos niños, trajeron cinco; una máquina de coser y un lazo guanche de cuero, que conservo, y unas perricas, con que poder comprar una casa con algo de corral, en la calle Limpia, donde comenzaron a confeccionar zapatillas, y al poco, comprar carro, mula, pipas y montar alquitara. Sacando "madres" de las bodegas, llegaron a poder juntar este solar desde Silera a los Corralones, que, con tío David enfermo, mantuve siendo el último aguardientero.
Si todavía me estremecen y son solo las campanas de San Nicolás, ¡cómo no! cuando en aquel entonces tañían cinco en san Nicolás, cuatro en Santa María, dos en San Miguel, tres en Santiago, dos en San Pedro, puede que, todavía, otras dos en San Lorenzo,...; ya, en los últimos años, ni siquiera las acompañan las de las monjas, ni ponen el himno a través de la megafonía que tenían en la torre,...
Hoy día, si no con las penalidades de aquellos viajes de un mes y pico, otros seres humanos, también con niños en muchos casos, realizan el viaje migratorio inverso. Mi familia los acoge con cariño. Miren la foto. La mayorcita cuidando del bebé. Están en el sofá donde Belenita, al calor de la chimena, se quedaba dormida. La mamá trabaja, con papeles, en la residencia. ¡Qué buena labor social! Ha venido, legalmente, la abuelita. Llevé a la mamá a Benavente a coger el bus para Madrid, cuando fue a esperarla a Barajas. Ayer me perdí el toro de la mañana por ir a buscar al papá de los nenes que venía de Madrid, también a Benavente. Venían cuatro viajeros para Villalpando. ¿No es una vergüenza pasen de largo los autobuses sin parar aquí?
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