Acabo de leer carteles anunciando la celebración, en la capilla de la Residencia, de la Novena de Milagrosa, del 20 al 27 de noviembre. No pone a qué hora. Me invade la nostalgia. Entonces, en aquellos tiempos, se llenaba la iglesita hasta arriba, incluso el pequeño claustro adyacente. Se llenaba con personas con una baja media de edad. Había menos viejos y sí muchos jóvenes y niños.
Era, después de las tétricas novenas de "Anímas" en las monjas y en San Nicolas, una fiesta de luz y alegría.
La primera quincena de noviembre, "dichoso mes que comienza con los Santos y termina con San Andrés, cuando el vino nuevo añejo es", con sus nieblas y los labradores en plena sementera, estaba dominada por el recuerdo a los difuntos. Lúgubres semanas. Las campanas tañendo a muerto en aquellos atardeceres plomizos, llamando a las novenas dichas. En San Nicolás colocaban un túmulo o catafalco en el centro, del que colgaban faldones negros con orla amarilla, la luz escasa en aquella oscura, llena de escondrijos, iglesia; y luego los cantos fúnebres entre ininteligibles, en latín, y escalofriantes, del Sr. Macario el organista, todo ello acongojaba.
La Novena de Ánimas, en las monjas, más terrorífica aun, con calaveras brillantes, fémures y tibias rodeando el túmulo. Unas monjas de clausura invisibles que cantaban desde el alto coro enrejado de pinchos puntiagudos... Eran escenarios que podían inspirar a los románticos decimonónicos.
Entre tanto se iba acabando la sementera, se aproximaban las matanzas, las bodas de los jóvenes labradores, llegaba, después de tanta negrura, la luminosa, consoladora, preciosa novena de la Milagrosa: misa por la mañana, rosario y novena por la tarde.
Las Hermanas habían puesto, incluso tubos fluorescentes para realzar la belleza de la imagen. En lugar de los "dies ire, dies ira", los hacheros con cirios y pocas bombillas, muchas luces, preciosas canciones del coro adolescente, incluso a tres voces, ensayado por sor Vicenta, y, sobre todo los relatos, tan reconfortantes, de las apariciones de la Virgen a aquella monjita francesa, Santa Catalina Labouret...
¡Pues ya está! Sé habrá lectores/as que disfrutarán con estas evocaciones. ¡Cómo me gustaría volver a la inocencia del niño disfrutador de aquellos relatos; del que cantaba: "Yo tengo una madre, madre querida, que mis penas calma, cuando me mira. Se llama mi madre virgen María, divina pastora del alma mía".
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