Al releer, para corregir, mi libro sobre la guerra en Villalpando, que vamos a editar digitalmente (me piden ejemplares, pero el reeditarlo en papel cuesta mucha pasta), el cuento "El Jornalero", inserto en el mismo, se me llenan los ojos de lágrimas. Cuando lo escribí, hace diez años, vivía el jornalero protagonista, quien me contó la trama central de la historia.
Les advierto eso, que es un cuento. Aunque basado en un hecho real, a dicha trama central, le he añadido cierta ficción. De todos los modos refleja mi visión ideal del conflicto.
Las reflexiones que en él hago no han perdido, sino al contrario, ganado actualidad: la necesidad de una austeridad, de una ética, de una honradez sociales.
Como puede haya blogueros quienes no lo hayan leído, lo cuelgo a continuación. Recibiría con gusto algún comentario.
EL JORNALERO.
Los
soportales, convertidos en garita por la estructura metálica, estaban
atestados; la terrosa arena de “Las Urnias”,
capaz de dar centeno, cubría el piso de la plaza; el sol de poniente,
como cuando yo era niño, doraba los mismos ladrillos del “Comercio Grande”; de
la fachada del Ayuntamiento habían quitado, con pereza de unos cuantos años, el
yugo y las flechas, pero el reloj seguía parado.
El primer novillo de la tarde,
espantado desde La Solana, guadañeó con espanto los periféricos burladeros,
llenando de piernas el pasal más alto de los hierros, y de manos rescolgadas
los balcones encimeros. Concluido el despeje, se emplazó desafiante en el
medio. Motas de arena nos salpicaban la cara impulsadas por sus pezuñas.
Varios
“capas” veteranos las hacían inútiles
plegadas sobre sus brazos. El ayuntamiento no había contando con ellos para
comprar “el ganau”. Estaban de huelga. La gente se aburría e impacientaba.
Nadie se acercaba al novillo hasta que, animado por los adeptos al régimen, lo
hizo un maletilla de fuera. Lo citó de lejos, se le vino encima, le pegó un
mantazo que no consiguió fijarlo. El piquete
“informativo” taurino se le vino encima:
-¡Esquirol,
desgraciau, vete a tu pueblo!-, le
decían entre zarandeos y empujones.
La reyerta
estaba servida. Enseguida se fueron a las manos. Unos separaban, otros se
sumaban a cada bando. La Guardia Civil llegó presta, pero quien deshizo el
tumulto, quien zanjó la pelea, aunque no el odio, fue la pasada providencial del novillo aun a
costa de revolcar a unos cuantos.
El incidente
me trajo recuerdos y reflexiones. Desde los años veinte cuando de niño, ya iba
de zagal con los segadores a los pueblos
de “Campos” para recadar botijos,
barriles, fiambreras, fardeles, dediles, hoces y piedras de amolar, para juntar
manadas en gavillas, en el ajuste de la soldada, sacábamos a los amos la
condición de venir al pueblo los dos días de la fiesta de agosto. Aquí en la
plaza éramos igual los obreros que los labradores. Sólo nos distinguía el
salero de torear y cortar a las vacas
ante todo el pueblo, sobre todo de las muchachas; arriesgábamos a tope
para lucir nuestra valentía. Los señoritos se hacían de menos con quitarse el
zapatito y salir a la plaza. ¡Además!, no valían pa nada.
En los años 40
nos requisaban cachas y varas de fresno, (llenaban un deshojau) que era
costumbre llevar a la capea, no siendo que nos amotináramos, como cuando se
escapó “El Gallego” de la cárcel y se presentó en la plaza. Los “civiles” le
dieron el alto, echó a correr, nos
pensamos que perseguían a uno por no entregar la cacha, envolvimos a los
guardias, tuvieron que disparar al alto y no ocurrió una desgracia por que Dios
no quiso. Luego al “Gallego Seoane”, que se había casao con una de aquí, no le
pasó nada porque era “hermano de leche” de Franco.
Asqueado por
la tensión de la plaza, de vuelta de tanta violencia inútil, conseguida con
los perdones la paz interior,
disfrutando en la madurez (no quiero decir senectud) de cada día que amanece, me alejé del
tumulto, caminé hasta el parque buscando soledad, me senté en el pretil. Mis
manos sobre el bastón y sobre ellas la barbilla. Cerré los ojos y me asaltaron
las dudas de siempre:
Necesariamente
ha de ser el hombre lobo para el hombre....?.. No podemos librarnos de la
agresividad hija de la soberbia.....? Ha de ser la ira sin sentido más fuerte que la
tolerancia y la compasión.....?
De mis
cavilaciones me sacó mi cuñada Remedios,
“La Toba”, la hermana pequeña de Laureano, mi salvador. Me palmeó en el hombro:
-¡Chacho!, ¡que te duermes!- , alce la
vista, me incorpore abriéndole los brazos.
-¿Cómo estás? ¡Qué bien te veo!- Nos
abrazamos. Ella había llegado el día antes.
-¡Anda
que tú, bribón, ¡cómo te conservas!-
-De cuerpo regular, pero mientras la
cabeza me funcione......!
Después de ponernos al día sobre hijos,
nietos, bisnietos, compartimos recuerdos y
reflexiones.
Su hermano Laureano era quinto del 37,
yo del 33. Muy joven empezó a despuntar como jugador de pelota. Yo necesitaba
un zurdo pa la raya de la izquierda. El tío “Rebulle” ya pasaba, con mucho, los
cuarenta y estaba muy zurrao de la azada y la mancera. Empezábamos a dejar
de ser los mejores del pueblo y del contorno. Aquí ya nos ganaba la
pareja de “Miseria” y “Canalejas” y en Tapioles , “Simines” y “Leo”. Él mismo me lo dijo: “yo me retiro,
coge al muchacho del Tobo, que es el que más despunta. Le enseñas a colocarse,
a manejar las muñecas y a pegar con la derecha (de izquierda ya tiene un golpe
terrible) y no habrá quien os gane”.
Ya de antes, empezaba a tener amistad
con el muchacho. Coincidíamos en el campo, sobre todo en el tiempo bajo, yo
alumbrando cepas a jornal, él con las ovejas del hatajico familiar, pastando
en los entremajuelos. A los dos nos
gustaba la lectura. Intercambiábamos
libros. Los míos de “La Casa del pueblo”, los suyos del Sindicato Agrario
Católico, del que su padre había sido cofundador. A veces pasaban cazando los señoritos con sus
caballos o veíamos a viejicos, que ya no servían para cavar, apañando gramas pa
los conejos con los que intentaban subsistir o a viejicas cargadas con el haz
de leña en la cabeza de la dehesa al pueblo. Luego lo revendían por las casas.
Un
día comentábamos el parto de la criada de la “Canóniga”, y la criatura, de
un hijo del ama , al hospicio. Otro la muerte de “Cacalo” en una cuneta, cuando
regresaba de pedir.
Todas
aquellas muestras de sociedad tan injusta nos revolvían el estómago. No
podíamos quedarnos quietos. Habíamos los jóvenes de cambiar aquello con la
razón y la justicia.
Él
pensaba que la solución estaba en aplicar la doctrina social de la iglesia. A
mi me tenían chiflado las teorías anarquistas. Mi idealismo me hacía pensar en
la bondad del corazón humano y comulgaba con el lema de que “cada uno aporte a la sociedad el trabajo que pueda y
reciba de la sociedad lo que necesite”, pero
sin jerarquías ni estamentos. De la iglesia me consolaba el ejemplo de
algunos curas más pobres que yo, pero me
descorazonaba que el predicador de Semana Santa ganara en unos días, que se lo
pagaba el Ayuntamiento, más que los jornales de toda mi familia en un año.
Los
dos coincidíamos en la necesidad de una revolución, pero incruenta. No nos
servía el ejemplo de la guillotina en la francesa, ni los fusilamientos
en la Rusa. En la familia habíamos mamado el amor a la paz por el cariño de la
madre, que siempre ponía amor en las
discordias. En el ejemplo de los padres que, cuando escaseaba la comida, ellos
eran los más remolones en menudear con la cuchara en la tartera común, y la rabia del amargor de la
injusticia la descargábamos en el frontón dándole porrazos a la pelota de forro
de gato y en la ternura de la muchacha a la que amábamos. Queríamos el
diálogo y no la guerra. ¡Pero cualquiera
les apeaba del machito a los acomodados que, cuando el trabajo era tan duro,
vivían sin trabajar, cuando el alimento escaso, ellos lo tenían abundante; que
cuando vestíamos con remiendos, ellos llevaban corbata y no les faltaban ni
medicinas, ni vicios.
El
verano del 35 yo lo había hecho en casa de “La Maragata”. Habíamos costaleado la buena
senara en la panera del mesón, que daba pa la era, en las afueras del pueblo.
Llegado enero del 36, en la enfermedad de padre habíamos gastado las soldadas
de los hermanos pues, pasada la sementera del 35, ya no tuvimos jornales. En
casa faltaba el pan.
Una
noche nos juntamos tres amigos. Uno de ellos tenía burro. Cogimos cada uno el
costal de la respiga. Forzamos la puerta y los mediamos en la panera de “La
Maragata”, que seguía repleta, esperando el hambre forzara la subida del trigo.
Nos lo repartimos. A mí me tocó más porque en mi casa había más necesidad.
Actuó
la guardia de inmediato. Las huellas de un burro de pobres, sin herrar, en la
era blanda por las lluvias y en el camino, dieron muchas pistas. Nos llamaron
al Cuartel. El vergajo nos hizo
“confesar”. Cuando salió el juicio, ya había ganado el Frente Popular.
Yo alegué necesidad y me hice reo, exculpando a los dos amigos. Me cayó condena de un año. Me llevaron a cumplirla a
la prisión de Carabanchel
Laureano, a primeros de aquel año, se
incorporó voluntario al ejercito, al arma de aviación, con la esperanza de huir
del pastoreo y del ordeño, de los soles, los cierzos, del “burgalés” que sarea
rostros y campiñas, de dormir al raso de
San Antonio al Cristo de Villarín, de comer migas con sebo. Lo destinaron al
aeródromo de Getafe.
Sublevado el ejército, al día siguiente
me pusieron en libertad. Me dieron un fusil y me aliste en la primera columna de milicianos que salió
a cortar el paso a los falangistas
castellanos en el Alto del León. ¡Cuántos muchachos cayeron, hijos de pequeños
labradores estrujados por las rentas de los terratenientes, casi tan siervos de
la gleba como nosotros los jornaleros....!. ¡Claro que la zarracina no fue
menor entre los nuestros....!., muchachos urbanos de la oficina, de la tienda y
el ladrillo, que en el campo andaban
perdidos.
El gobierno de la Republica enseguida
echó mano del ejercito regular no sublevado, y a mi zurdo compañero de pelota
también lo llevaron al Guadarrama.
Los de la era y la besana, los hijos de
la estepa apretaban como fieras y nos hacían recular. Los “míos” de Madrid eran
más blandos. En la retirada íbamos
dejando muertos, pero procurábamos no dejar heridos. Yo era enjuto, hebrudo,
duro como un rayo, muy aclimatado a la sed y los calores, a la frugalidad y al
trabajo. Mis energías, incansables en aquellos días de julio y agosto, las
empleaba más en salvar que en matar.
Cuando caía la noche recorría la zona de nadie, entre pinos, en la ladera de la
sierra atento a los ayes, a jadeos lastimeros. No sé a cuantos socorrí, más de
uno murió en mis brazos.
En la noche de aquel día, habían
sacudido duro. Salí a hacer la ronda. Mis pisadas en la tamuja le hicieron
recobrar la semiinconsciencia. Mi pañuelo rojo le aseguró era de los “suyos”.
Su uniforme de aviador lo camuflaba en la maleza. Al acercarme sólo tuvo
fuerzas para, al reconocerme, exclamar: -¡¡¡¡amigo!!!!-
¡Dios mío!: si era Laureano, el de mi
pueblo, el pastor, mi zurdo compañero de pelota. ¡Lo iba a dejar morir con 19
años....!. Me lo eché al hombro. Conseguí llegar al hospital de campaña en el
sanatorio antituberculoso. Le sacaron la metralla de las piernas, pero apenas
si le quedaba sangre. El mismísimo doctor Negrín preguntó. -¿alguien quiere
prestar su sangre al compañero....?. Me
remangué la camisa y le ofrecí mi brazo.
Me senté al lado de la camilla.
Conectaron mi arteria a su vena. La mía
roja entraba en la suya azul y le daba vida. Sus ojos se abrieron y me sonrió.
Curado, le dieron permiso, pero no pudo
volver a casa: el pueblo había quedado en la zona nacional. Unas milicianas
paisanas, “Las Pradeñas”, que servían en Madrid, le dieron albergue en “su
casa”, un palacete abandonado por sus dueños el día antes de empezar los tiros.
Recuperado, se incorporó a mi lado en la defensa de la capital con el frente establecido
cerca de la Ciudad Universitaria, y
nuestra amistad llegó al extremo de la
absoluta fraternidad. Éramos los primeros cavando trincheras, retirando
heridos, defendiendo la posición, disparando sin odio. Sabíamos que del otro
lado había ¡tantos muchachos del pueblo!.......... Nuestra idea del diálogo
había fracasado. ¡Eran tan irreconciliables las posturas.......!. Estábamos
inmersos en una guerra que no queríamos.
Él seguía amando los valores
tradicionales: la familia, la propiedad
privada, sobre todo la pequeña, siempre que cumpliera una función social, la
religión,..... . Estaba convencido que, aunque el gobierno de la República
consiguiera derrotar la sublevación, no se iba a reinstaurar la democracia
burguesa, sino la “dictadura del proletariado”, el Comunismo Soviético, y eso
iba contra sus convicciones profundas. Coincidíamos en el afán de progreso y de
justicia social. Yo me temía que de triunfar los facciosos iban a aplastar las
libertades, a mantener los privilegios de los ricos, para lo que se estaban
matando los de las pequeñas clases medias,
casi tan proletarios como nosotros.
Una
noche de aquel lluvioso mes de noviembre,
me despidió. Sabía que no le iba a delatar. No le puede convencer.
Disimulamos nuestro cuchicheo en la trinchera ante la ronda de un Comisario.
Cuando los altavoces del otro lado comenzaron su prédica, apeó el fusil, se
apartó alegando necesidad fisiológica, reptó entre charcos y matorrales,
esquivó ráfagas, respondió al alto del centinela con un: -¡No dispares que soy de los vuestros!-
Llegó a las trincheras del
otro lado. Encontró a algunos del pueblo, ya movilizados por la fuerza, que le
sirvieron de salvaguardia. Escribió a
casa. Contó lo sucedido y cómo yo le había salvado la vida. Sus padres llevaron
a los míos el primer queso de la paridera de aquel invierno.
La
guerra siguió su curso trágico. Yo ponía mis dotes físicas y humanas al
servicio de los demás. No escatimaba esfuerzos. Resulta que tenía cualidades de
organizador. Los mandos se fijaron en ello y me fueron ascendiendo de
categoría. Llegué a ser Capitán del Ejercito Republicano.
A
Laureano a la segunda ya no le pude librar. Cayó en un frente de Aragón.
Sus padres consiguieron llevarlo a enterrar al pueblo. Los míos también le
velaron.
Se acabó la guerra. Perdimos. No quise huir en avión, al exilio. ¿Por
qué? Si yo tenía las manos limpias de sangre, si no había querido aquella
guerra, si no odiaba a los “vencedores”, entre los que había tantos “Laureanos”.
Me entregué en Madrid. Me hicieron prisionero. Pensé serían unos días, pero se
pasaron unos meses, temiendo ser “llamado” cada madrugada, por “culpa” de aquellas estrellas en la
bocamanga.
Y lo fui, pero a media mañana: el tío
Tobo que tenía la “gloria” de un hijo “caído”, uno de los veinte que pusieron
en la fachada de la iglesia, lo había conseguido. Nada más, por mis
padres, saber de mi paradero habló con
el Alcalde, éste fue a la capital y tocó todos los palillos. Mi principal
credencial haber salvador a mi zurdo compañero de pelota.
Aquella llamada fue para darme el salvoconducto y un billete de cinco duros.
Cogí el tren hasta Zamora. Me ahorré lo
del coche de línea hasta el pueblo, pensaba marchar andando, ¡total once
leguas....!, pero tuve suerte: en la estación estaba el carromatero Bernardo
Sampedro.
Las diez horas de traqueteo, muchos
tramos los hacíamos andando, dieron todo de sí. Primero escuchó
mi peripecia. Vio que volvía sin odio, los acumulados en la cárcel se
habían disipado con la libertad, y, a la vez, con esperanza y temor. Me
tranquilizó:
-Ahora el que manda es “Cobera”, (era un hombre joven que araba algunas tierras
propias y otras en colonia, con su par
de mulas, que vivía de su trabajo). Le hicieron alcalde en el 37 y, desde
aquel día se acabaron las detenciones. Ha puesto a raya a los señoritos. A uno lo ha desterrado. Todo
lo más que hayas de ir a Misa los domingos-
Su relato confirmó el horror que
suponía y del que tenía noticias confusas: Habían fusilado a Mecos, Garibaldes,
Manojos, Gatos, Julia “la Baldomera”, la madre de Melecio; al esterero, que era
un santo... Los contamos: veintisiete en total De los que llevaron al frente, dieciséis no
volvieron vivos: un muchacho segundo del
aguardientero, el pequeño de “Lenteja”, un “Lagunero” hijo de la ·”señá
Ustaquia”, Modesto “Lizondo”..., Laureano, mi zurdo compañero de
pelota,...
¡Cuántos sin regreso, que ya no se henchían del azul, ni de los trigos cereños, de los
barbechos en tercia, de las torres de sus pueblos a lo lejos, de las cebadas
pidiendo la hoz...! ¡Cuántas caricias de madres, de novias, cuántas charlas de
amigos perdidas...! ¡Cuántos pulmones cerrados a ese aire con olor a mies, a
tierra, a nube que me reconfortaba...!
Llegamos entre dos luces. En tres
años y medio el pueblo, las casas, las
calles, seguían igual. Sólo ranas y grillos querían romper el silencio de la
resaca de la borrachera de odios. Rodeé por las afueras para no encontrarme
con alguien. Padre, recién llegado de regar con el cigüeñal el cacho huerta, gracias a la cual
subsistieron, descansaba en el poyo del corral, madre repartía el “cogido”
entre el marrano, las gallinas y conejas. Mis hermanos de quintas más
jóvenes, seguían movilizados.
Madre al verme miró al cielo y exclamó:
-¡gracias Señor!. Su abrazo
quería ser infinito. Extenuados de lágrimas sus ojos, sólo sabía decir, ¡para
qué más!,: ¡¡¡HIJO MÍO!!!!, ¡¡¡HIJO
MÍO!!!... Padre extendió sus brazos sobre ambos.
Aquellos huevos, fritos con unos palos
en la lumbre, aquel chorizo que madre guardaba para nuestra vuelta, aquel pan
de varios días, la lechuga del huerto,... aquélla cena con mis padres, fueron
un manjar del cielo, reconfortaron mi cuerpo y mi alma.
Lo primero, al día siguiente, la visita
a los padres de Laureano. Estaban abatidos. Era el único varón. Le seguían tres
hermanas: -“ya sé que no le puedo
suplir, pero me ofrezco como su segundo hijo....
En
los días que faltaban hasta la feria, puse con mi padre, la huerta en orden.
Por la noche salía al fresco y, en la vecindad, fui bien acogido. No andaba por
el pueblo, evitaba los encuentros, pero si los había daba el pésame sincero a
los unos y a los otros. Rehuía encontrarme con los que confeccionaron las “listas”, pero si ocurría, ni ellos
demostraban altivez, ni yo miedo. Más que mi odio, tenían mi desprecio.
Salí
a la plaza el 21 de junio. Aquel año volvió a celebrarse la feria, sin fiestas.
La vida seguía. La recolección encima. Era necesario ajustar agosteros, reponer
algún trillo, tornaderas, redes o bieldos. Tuve varias ofertas. Aún recordaban
mi fama de buen trabajador. Entre los cincuenta muertos y los no licenciados,
escaseaban los braceros. Ninguno de los manchados se atrevió a acercarse a mí.
Me ajusté a mantenido, por cien duros los 90, días en casa de “La Viuda”. Ya había
trabajado en el 34 con su marido “Candidín”. Trataba muy bien a los obreros. Si
caían malos les daba leche y les pagaba igual el jornal. A los mozos de año de
toda la vida en su casa, cuando ya no valían, si no se habían muerto, los
entretenía de perillanes para que no les faltara la comida.
Cuatro
mozos y cuatro agosteros hicimos aquel verano, casi todos recién licenciados.
No nos faltaban las discusiones y bromas de las que yo era la agradable
víctima: A mi sólo me quedaba lo de Guadalajara que, además, los de enfrente
eran italianos, pero menudo cachondeíto con lo de “no pasarán”. El trabajo era
alegre, redentor. ¡Había tanto niño, tanta mujer, tanto anciano esperando ese
pan que recolectábamos...!. La relación entre amos, criados, criadas, cachicanes, era fraterna y la alegría indisimulada. A mí empezaron a llamarme “Capitán”.
Cuatro
fiestas en los noventa días: el 18 de julio, hubo un acuerdo tácito entre los
no adeptos. Ninguno fuimos a cantar “El Cara al Sol”. Cobera aplacó a
los exaltados: -“¿ qué queréis?. ¿fusilar a medio pueblo?. Ya hemos vencido,
ahora hemos de convencer. Es la hora de la reconciliación”. Alguno
sí fue a Misa el día de Santiago. Por San Roque las vacas volvieron a
correr por La Solana y las muchachas, no
de luto, fueron a la plaza.
Acabado
el verano seguí de lagarero y
sementerero. En el invierno anduve a la piedra.
El
día de Nochebuena, puesto que no me
obligaban, decidí ir a Misa del Gallo. Mi madre nos llevaba de niños. Además
el mensaje de paz del hijo de María y el
Carpintero, ¡sintonizaba tanto con mi estado de ánimo.........!. Cuando volvía
de adorar al Niño (el Cura al dármelo a besar me había sonreído), descubrí lo más bonito de mi vida: el rostro, los
ojos, la sonrisa de Rosario.
Era
la mayor de las tres hermanas de Laureano, la que le seguía. En los
cuatro años había pasado de niña a mujer. Había madurado como espiga sin
argaña. Su dulzura realzaba su belleza pálida. En el 37 marchó a curar heridos
de los frentes. Recién había llegado.
Al
día siguiente se abrió el baile y, aunque de alivio, fue, con las amigas. Al
enlazarnos para bailar, aun curtidos por una guerra, éramos dos niños
temblorosos. ¡Con qué ganas se hubiera refugiado a llorar sobre mi pecho....!
En el baile no lo hizo, pero sí al salir en el primer rincón que encontramos.
A
sus padres se les abrió el cielo con nuestro noviazgo. Despreciaron el
comentario de la vecina sobre que yo era de menos categoría por ser jornalero y
ella pastora. Nos casamos a la primavera siguiente. Suplí al hijo que les faltaba.
Desde
febrero yo trabajaba en la huerta de “Lentes”, en Villamayor. Era grande.
Estaba a la entrada del pueblo, tenía noria y muchos frutales; una casa, sombreada por parras la portalada,
con pocilga, gallinero, cuadra, tenada y un cacho corral. La habíamos
adecentado. La ocupamos al día siguiente de la boda. Nos prestaron un carro
para llevar los cuatro enseres. La fuimos llenando de amor, de ternura y de
hijos.
El
jornal era escaso, pero teníamos asegurada la vivienda, la lumbre con los palos
de la poda y los restos secos de la huerta, la luz, el agua de la poza y las
viandas: hortalizas y fruta en abundancia, el marrano, gallinas, conejos y una
cabra que ayudaba a Rosario en las lactancias. A los mendigos que llegaban por
allí no les faltaba la limosna, un poco de sombra y un vaso de agua fresca, o
el calor de nuestra lumbre...
Nos
integramos en el pueblo. Del nuestro llegó el apodo de Capitán. Los niños iban
a la escuela. Yo volví a jugar a la pelota y después a la chana. Así que pude
compré una radio que cogía la emisora de París y la Pirenaica, por la noche
bajico y sin peligro porque vivíamos
fuera del pueblo. ¡Cuánta alegría la derrota de los Nazis...!, como después,
vista su trayectoria, la caída del Comunismo. El Maestro nos dejaba libros que,
como todo, Rosario y yo compartíamos.
Entre
todos levantamos a España de la ruina. Fuimos consiguiendo las conquistas
sociales y, por fin llegó la democracia. Mi idea de que cada uno trabaje lo que
pueda y reciba lo que necesite, casi es una realidad en este estado de derecho.
La
perdida de Rosario, joven aún, fue un desgarro en mi vida. El cariño de los hijos la ha
compensado, pero, como todos emigraron, al verme tan solo, fui con ellos al
País Vasco. A mi nietico mayor, Guardia Civil, allí lo asesinaron.... .Su
muerte, el hachazo irracional de “la culebra”, no la he superado. Son una lacra
pestilente en el océano de paz de mi vida. Esa barbarie, esa sinrazón, afianza
más mis ansias de paz. ¿Conocerán ellos la dulzura de nuestra vida pacífica en la huerta de “Lentes”....?
En
aquella charla con Remedios, la pequeña de mis cuñadas, “arreglamos el mundo”,
para buscar la paz que ha de ser hija de la justicia, nosotros, los del
primero, deberíamos vivir con un poco más de austeridad; privándonos de lo que
derrochamos contribuiríamos a un orden
social mundial más justo y a no destruir el planeta. Unos ciudadanos bien informados, éticos,
coherentes, no consumistas, acabarían con los grupos de poder, que hoy son los
económicos y los medios de comunicación. Que todo el poder, basado en la razón
y la justicia, dimane del pueblo, que prácticamente de acuerdo los partidos en
el modelo económico social, elegirá a
unos gobernantes limpios y honrados, siendo esos criterios éticos y de eficacia
de gestión el aval de su elección, en ese Estado liberal social.
Remedios,
antes de enviudar, arregló y conserva la casa del viejo Tobo. Es diez años más
joven. Se vale bien y yo no estoy achacoso. Después de la fiesta decidimos
juntar, en el último tramo, nuestras vidas y nos hemos quedado en el pueblo. El
incidente de la corrida nos hizo ver que los odios, propiciados por soberbias y
egoísmos, por un caciquismo reimplantado, siguen latentes, pero, ¡peor para
ellos!. Algo podremos influir con nuestro consejo, con nuestro ejemplo vital y,
de todos modos. aquí se saborean mejor los recuerdos y las nostalgias.
Repican
las cantarinas campanas de las Monjas.
Vuelve a ser Nochebuena. Ni sé cuántas van ya.
La Iglesia está cerca. Nos abrigaremos. Remedios y yo volveremos a la
Misa del Gallo del dos mil, que me hará revivir la del 39, la de Rosario.. El
mensaje del Niño ¡es tan coincidente con lo que mamé en el hogar!. Su Sermón de la Montaña, ¡tan coincidente con
lo que ha querido ser mi vida...!
¡Además!,
el autor de una Doctrina tan excelsa, ¿por qué no puede ser Divino? Y ¡qué
sentido tiene esta vida si no....!. y, ¿por qué no, cuando se cierren mis ojos
a está luz, no puede aparecer Él radiante,
tras el túnel de la muerte, acogiéndonos en la infinita Paz......?.
6 comentarios:
Amigo Agapito, has clavado la obra y casi milagros de mi padre Melecio, si bien con ciertos matices que no se acercan en nada a la realidad, son matices comprensibles, si realmente deseabas crear una historia.
Historia, con la cual has conseguido sacarme alguna lágrima.
Mi padre, creo sinceramente que fue a la guerra seguro de sus ideales, los cuales, yo mirándolo por todas partes, no los comparto, pues soy una persona que odia las guerras, aunque he de reconocer, que en muchos momentos de la vida te encuentras en situaciones que uno no busca, y que lamentablemente has de elegir, como así creo que les ocurrió a muchísimas personas, tanto del pueblo, como de España entera.
Es cierto que emigró con los hijos al país vasco, también es cierto que tuvo un nieto político de guardia civil aquí en el país vasco, como así mismo también es cierto, que odiaba como yo los odio a esos asesinos que por un supuesto país mataban, cosa que a mí no me entra en la cabeza, que puedan existir unos ideales, y que para conseguirlos, haya que derramar sangre.
Desde aquí amigo Agapito, te doy las gracias por hacerme recordar a ese gran hombre que fue mi padre, gracias amigo.
Saludos cordiales
Lo primero alegrarme y darte las gracias por tu mensaje.
Lo segundo: aunque lo he contado ya a bastantes personas, creo que por repetirlo, no pase nada.
Durante muchos años el hecho lo tuvieron calladas ambas familias, aunque a mí "Luci", el Tobo, algo me había contando. Puede que tú, el menor de la familia, ni lo supieras.
Lo sucedido lo conocí de verdad, por boca de tu padre, por el 96 o 97. Ya estaba con vosotros en las vascongadas. Al regresar un día, en el verano, y pasar por la finca nuestras, vio que estábamos segando garbanzos con el peine.
"-Buenas gera estarán preparando-, se dijo.
Llegó a casa, se cambió de ropa, infló la bici, cogió un saco y un caldero,y se fue a rebusco de garbanzos. Tenía por entonces más de ochenta años. Tengo una foto, con Melecio, de cuando los estábamos cargando a purridera. Nos la hizo un pariente de la Argentina que andaba por aquí.
En una de aquellas mañanas, en que yo andaba por allí, me contó la parte central de la historia, con más detalle que la cuento.
El hecho cierto es que él coincidió con Laureano, (cierto también que estaba voluntario en el ejercito) y le ayudó en Madrid, en los primeros días de la sublevación, cuando una miliciana del pueblo le acojonó. Cierto también que Laureano se jugó el tipo para pasar con los sublevados, "nacionales". Que el hecho se lo contó a sus padres en una carta, Que murió en combate con 20 años. Que el Sr. Luciano fue a Zamora, que consiguió liberar a tu padre. Todo eso: la historia central fue cierto.
Coincido plenamente con todas las consideraciones que haces. Tú padre era un idealista, y los había en los dos bandos. Eso es lo que quiero reflejar. Que además de mucha crueldad también hubo hechos humanitarios, como el que narro.
También es verdad que tu padre vivió sin rencor. Fue vocal en los sindicatos verticales, aunque entonces no había liberados. Las reuniones las tenían por la noche, en el sindicato, después del trabajo.
Como Laureano era el mayor de la familia, y muy crío entonces, aún viven dos hermanas, si bien Socorro está muy anciana y pachucha. Carmela, que tendría tres años cuando mataron a su hermano, su marido y su hija, la que trabaja en el ayuntamiento, que es un encanto, Elena, estuvieron en el entierro de tu padre, y lloraba como una magdalena. A mí aquello también me emocionó, conociendo toda la historia.
¡Bueno!: cosas del pueblo.
A propósito: quienes nos han desgraciado la sembradora no son gentes del pueblo.
Un abrazo.
Amigo Agapito, llevas razón cuando afirmas que yo el pequeño de la familia, poco o nada sabía sobre las andanzas de mi padre en la guerra, si bien alguna que otra vez se comentó dicho tema.
Ahora todo esto lo sé por mi curiosidad, y por haberle sonsacado a mi padre, pues… esas preguntas que siempre tiene uno en la punta de la lengua, ¿Dónde hizo la mili? ¿Dónde La guerra? ¿Con quienes del pueblo? ¿Quiénes mandaron en el pueblo asesinar a su madre, mi abuela? Y otras muchísimas preguntas
Y de esa forma me contó lo del hijo del señor Luciano, sus noches larguísimas esperando ser llamado en las ya famosas “sacas”, su vuelta al pueblo después de la cárcel, a ese mismo pueblo donde estaban los asesinos de su madre, ¿Rencor? Evidentemente debía de tenerlo, si no, no sería persona, mas la realidad era patente, si hubiese hablado un poco más alto de estos temas, seguro que le hubiesen limpiado el forro, porque callar, lo que se dice callar, mi padre ni debajo del agua, era de ideas fijas, aun recuerdo el día que me contó, que se llegó el primero de mayo, y que por sus memoles el no iba a trabajar, por más que le insistieron, ¡!Melecio, que te la estás jugando, que esta gente tiene mucho poder!! Nada… él era así, y si hubiese vivido como las personas normales 80 u 85 años pues aquí se acabaría la historia, pero vivió pese a todos, y todas, estos y mas avatares.
101 años llego a vivir, solo te digo, que con 100 años lo llevaba yo a bailar a un baile que hay para mayores, en Portugalete todos los domingos y bailaba tangos él solo, como diría el otro, genio y figura, hasta la sepultura.
Saludos cordiales
¡Conmovedora historia y muy bien contada! Coincide, en su núcleo central, con la que mi padre me había narrado. En cualquier caso, es un relato literario y uno puede tomarse ciertas licencias.
Un abrazo para los dos.
¡Gracias Lucianín por tu mensaje! Tengo un poco descuidadas tus palabras. Si es que ando muy "liao". Ahora marcho a relevar a Álvaro en la sementera, mientras viene a comer.
Un abrazo.
Amigo Luciano, si hubiese estado mi madre Melitina viva, a Agapito le arranca la tercera silaba de su nombre con semejante licencia, si, ya comprendo que es una historia real novelada, pero… con muchos matices, y a cual mas llamativo, Saludos cordiales
Publicar un comentario