Dedicado a Claudia y Mari Carmen Sánchez de Monfarracinos.
EL
COCHE DE LÍNEA.
I.- Era un tartano de forma parecida a la del escarabajo de la
patata ,con el motor fuera de la carrocería y el techo ocupado por una baca con
estructura de hierro, piso y laterales de madera. Sobre los tableros laterales
el letrero que indicaba su recorrido: Castroverde de Campos – Zamora.
¡Bueno!: ese era el coche de línea de Zamora que
conducía mi tío Bercario y en el que iba
de cobrador Garea. Había otro un poco más grande en cuyo lateral se leía:
Benavente – Valladolid.
Se cruzaban, y encontraban, en la parada de mi
pueblo, que duraba más de un cuarto de hora. Allí había trasbordo, parada y
subida de viajeros, mercancías, el correo y, además, por la mañana, sobre todo
en invierno, los cobradores echaban la parva con una copa de aguardiente en la
cantina de Citos.
Ese
lugar, en la carretera de Rioseco, era un semidescampado; el único edificio importante próximo, el de
las Escuelas Nacionales, que, en este pueblo, llamábamos de “Villa”. Lo demás
eran corralones, dos casonas de labranza, otras dos de pobres, una cuadra con
cuatro vacas famélicas, cuya puerta, no trancada, traspasábamos en la espera,
para matar el frío con el calorcillo de las lecheras, y la citada cantina en
uno de esos corralones.
Ocupaba
ésta un cuartucho con pequeño mostrador de cemento, igual que el piso; tenía un
ventanuco, una estufilla de carbón y
unas sillas de tijera, siempre ocupadas por unos viejicos alrededor de la
estufa. A la hora de los coches, a diario, estaba atestada de hombres y de
humo. Allí sólo se despachaba vino, de cosecheros del pueblo, aguardiente y
coñac. Las mujeres y los niños esperábamos fuera. Nosotros
íbamos, ya de mocicos, a la llegada por si
salía algún equipaje o encargo que llevar y nos caían los dos “riales”
pa comprar unas “pilongas” Ni unos, ni otras, excepto Domitila, la rechoncha “chocolatera
de Villamayor” con sus grandes cestas de tapa en las que vendía las libras por
las casas, y que también echaba la parva, entrábamos, todavía, en los bares.
Los niños no viajábamos, ni aun en
caso de enfermedad. Para eso teníamos al
médico y al practicante en el pueblo que igual nos entablillaban una pierna
rota, que nos sacaban una muela. Se utilizaban mucho los remedios caseros: para
las manqueras y estreñimiento, (como iba a salir lo que no entraba), las ventosas
y las irrigaciones, por ejempl. El garrotillo, el tifus y la tisis, como no
tenían remedio, buena gana de viajar.
II.- Cuando yo tenía ocho años, marchaba bien
el negocio de aguardientería familiar, y, como era el nieto mayor, mis abuelos,
se permitieron el lujo de mandarme, con
la tía soltera, a Zamora a comprarme el traje, azul marinero con cordones
dorados, para la Primera Comunión. Ese
fue mi primer inolvidable viaje en coche de línea.
Mi tío Bercario, el conductor, colocó en un huequico, a su lado, la
cesta cuadrada donde mi tía llevaba viandas (huevos, chorizos, tocino, pan)
para los parientes de la ciudad, donde nos íbamos a alojar por unos días. Ese
fue mi asiento durante las once leguas en dos horas largas de viaje.
La carretera, de canto machacado y tierra, y el renqueante tartano, nos permitían disfrutar
de todos los pormenores del camino. Mi tío me los iba describiendo:
A la salida del pueblo, pasada la
curva de la gasolinera, luego, a mano izquierda, detrás de la “Fábrica de
Harinas”, estaba la laguna de “La Comendadora”. Un gañán daba agua a su yunta,
una de las mulas se espantó por el polvo y el estrépito de nuestro carruaje.
Las “gallinas ciegas” se sumergieron, dos patos salieron volando. En el otro
extremo, lejos de la carretera, dos hombres pescaban tencas y ranas. Mi tío
dijo: “La pesca y la caza en la plaza”.
Un poco más adelante, a la derecha
las zuritas del palomar de “Cementerio” (lo llamaban así por lo negro y feo que era) formaron bandada por el susto
diario.
El coche había salido casi repleto
de mi pueblo. Las lluvias de abril y mayo habían llenado las cunetas de
magarzas, lepidios, gordolobos, hinojos, perifollos, amapolas que florecían y
llenaban mi vista de cromatismos. Los
trigos encañonaban, las cebadas asomaban las argañas, a punto de espigar. Los
titos, algarrobas, muelas y garbanzos
apuntaban por la molera. El majuelo de “La Borrachera” empezaba a relucir. Dos
semanas pasaban de “Santa Cruz”, cuando “la viña reluz”.
Unos labradores,
que iban al “mercao” del doce, no perdían detalle de cada tierra e
intercambiaban comentarios optimistas sobre como iba el año: -“Si está
visto: Ande abril y mayo aunque no ande en todo el año”. –Si, pero no vendría mal que lloviera
otro poco, y parece que hay algo de barda : en Mayo cada día un baño, que nunca
por mucho llover ha sido mal año. –Bueno.
Eso no es verdad del todo, que ya conocí yo un año que de tanta agua se
aguricharon los garbanzales, le entró mela a los titos y muelas y los trigos se
llenaron de rabia, que también hay un refrán que dice: Mayo hortelano, mucha
paja y poco grano.
Hacían comentario de cada tierra y
del amo: -“Como va a estar buena si quedó en riebla”. –“Mira como se
nota el de “Chile”. -Ya le diré a Tragalete que mande a la
cuadrilla a escardar la de Alafés. La tiene podrida de abono, tuvo las
teleras toda la otoñada y está merminiando de merineros y burrales.– --¡Anda con Cobera! ¡Como no va a coger
buenas senaras con lo trabajador que le ha salido el hijo...! Ahí está en
el Barrial. Anda ya terciando el barbecho...- -Esos garbanzos están pidiendo el arique-.
Cuando nos acercábamos a los dos
primeros pueblos, sólo separados por el Valderaduey, mi tío canturreó: -San Martín y Villárdiga bellas aldeas,/ donde no hay hombres vagos,/
ni mozas feas.
En el primero subió
una mujerica, la “señá” Jacoba, y se
sentó al lado de mi tía. Aprovechó, en plan “chus-chus” para informarse del
muchacho de Chabolo, “que andaba detrás de la su muchacha y no porque viniera
al pueblo presumiendo de bicicleta nueva, con una banderita en el guía, le iba
a hacer caso enseguida; que la muchacha
suya es muy dispuesta y trabajadora, que
lo mismo sabe zurcir que bordar, que ordeñar la vaca que coger legumbres, que
no se le caen los anillos por eso, que ya se pone buen pañuelo pa que el sol no
la saree ese cutis tan bonito que tiene”.
Mi tía le dio buenos informes del muchacho: -¡Ay hija! Es muy formal y trabajador. Ya le he oído a mis hermanos que
“corta tan bien las tierras como a las vacas por San Roque”. Que es tan desenvuelto y liberal en el trabajo como jugando a la pelota. Además no es
alabanero ni fanfarrón. Los domingos todas le dan baile y le ponen cara, pero
ya había oído yo que andaba detrás de una muchacha de Villárdiga que conoció
por “La Feria”.
Al subir la cuesta de “Farradales”
el motor del tartano empezó a echar humo por
un tapón de chapa delantero y prominente. Mi tío no se inmutó. Era un hombre cordial, sereno y
paciente. –Yo creo que sí nos deja subir...- Al coronarla paró. Algunos
hombres aprovecharon para bajar a hacer pis. Cogió un trapo, soltó el tapón a
distancia, al tiempo que saltaba hacia atrás. Aquello, que luego supe se
llamaba radiador, empezó a vomitar agua hirviendo. Cuando cesó, la repuso con
la que llevaba en la lata. En Cañizo la volvió a llenar en la fuente.
Me contó que en ese pueblo, las fiestas son por San Pelayo, y había capeas con toros grandes. El año 36 uno corneó a Mateo “Contreras” y él, que era muchacho pero ya
sabía conducir, con “el coche de punto” lo llevó al Hospital muy grave. Tardó
meses en curar. Cuando sanó lo llevaron a la guerra.
En
Castronuevo de los Arcos, el pueblo de las tres mentiras, porque ni es castro,
ni nuevo, ni tiene arcos, según
dijo Garea, con su innata
originalidad, se completaron los asientos.
En Aspariegos, con sus casas en
ladera y la fábrica de harina sobre el
río, esperaba mucha gente. Ya no cabían más ni de pie. A dos mozos les tocó ir
en la baca. Iban a desfogarse al “barrio
de la lana”. Mi tío recordó a un famoso bandolero, “El Nacho” o algo así, que
actuaba por La Guareña, Sayago y la Tierra del Pan. Un día fue sitiado por los
“Somatenes” en una casa de ese pueblo, y se escapó por la chimenea. Después se
hizo acaudalada , respetada y emprendedora persona: Hizo traer de Vigo, un
carro de besugos vivos, en carrales con agua del mar, para que recriaran en una
laguna de su finca.
En Benegiles se veía el mayo
plantado en la plaza con la bandera de España en lo más alto. A los de Monfarracinos
ya les tocó ir andando hasta la capital.
A la entrada de Zamora, la carretera pasaba por encima de la vía del
tren y en ese punto paramos. Unos guardias salieron de la caseta allí
instalada; mi tío me dijo: es el “Fielato”, se subieron al coche y prepararon
un gran alboroto de gallinas escondidas bajo los asientos y de mujeres que
chillaban. Yo me levanté de la cesta y mi tía, con temor, como quien muestra un
tesoro escondido, levantó la tapa para mostrar las viandas. Todo el mundo fue
pagando la correspondiente tasa. La que más la dueña de un gallo que, al oír
cacarear a las gallinas, se enchuló y lanzó un sonoro y desafiante “quiquiriquí”. Y por si a mi mente de niño de pueblo., sólo hollada
por sensaciones campestres, no hubieran llegado bastantes emociones durante el
viaje: los árboles que corrían para atrás, pueblos distintos del mío, algarabía
de los viajeros, aquellos revisores de aspecto feroz; pasó el tren.
Entramos en la ciudad en la que todo
me impresionaba: las casas de tres pisos, unos inmensos depósitos de agua
sostenidos por columnas cubiertas de verdín del líquido que escurría, coches,
más pequeños que el de línea, cuadrados
y negros que circulaban por la ciudad, algunos con una humeante estufa detrás,
mezclados con carromatos de tres mulas. El
nuestro quedó encerrado, y nos bajamos, en garaje lóbrego, donde olía
a orines y a tubo de escape.
Mí tía, aún joven , asió la cesta en una mano y a mí
en la otra y caminamos hasta casa de los parientes en la calle de Calvo Sotelo, hoy del Riego.
Comprado el traje de marinero,
pasados dos o tres días, en que me llevaron a ver los jardines de la Catedral, el Castillo y toda
la vega del Duero con el puente de Piedra, regresamos al pueblo en el mismo coche de línea.
Salió, como todos los días, repleto
del garaje. Asientos no tendría más de veinte, pero entre de pie y arriba
podríamos ir cuarenta.
Debió ser al subir la rampa sobre la
vía, donde el “Fielato”, (de regreso ya no paraba), cuando dos maletillas se
encaramaron a la baca.
Eran “El Velas” y “El Nono”. Habían andado de capeas por
pueblos de “La Guareña”. Viajaban sin pagar por costumbre y por necesidad. A la
carrera, aprovechando el repecho, se aferraron y treparon por la escalera y se
acomodaron en un hueco entre los bultos.
Mi tío Bercario, como tenía cinco
hijos, (faltaban dos de nacer) además de chofer, vendía “cajas de muerto”, para
los ricos, los pobres se arreglaban con una
que, con cuatro tablas, les preparaba “Caitanines” o “El Ché”. Se enteró que
la gota, o el gota, le iba a dar un casi seguro cliente y aprovechó ese
día para cargar un arcón.
A la altura de Merendeses se puso a
llover. “El Velas”, que era el Jefe, le dijo al Nono: -tú tápate con la capa
que yo me meto en la caja-.
Era muy temerario y no le tenía
miedo a nada. Levantó la tapa, cubierta con un cartón, se instaló en el
interior y se la colocó encima. Rompió y
dobló un cacho del cartón que metió de tope, para evitar el cierre hermético y
poder respirar.
Como llevaban varias jornadas
agotadores, mal comiendo y mal durmiendo y el arcón era cómodo, antes de llegar
al puente del Salado, se había dormido.
A la entrada del el pueblo, en el semi-stop de la general,
el Nono se tiró y se largó al trote.
Llegado el coche a la parada, subieron Garea y “Aco”, (era un caminero que por
las tardes llevaba los encargos) para bajar los bultos; lo primero la caja. La
atarían con una cuerda y mi tío Bercario la recibiría abajo. Al moverla, El
Velas, se despertó sobresaltado, levantó de golpe la tapa, se cubrió la cabeza
con la cazadora de borra, se tiró de un salto desde arriba a la cuneta y salió
corriendo por el camino del Camposanto.
La gente, tan sensibilizados como estábamos con miedos y supersticiones,
enseguida pensamos que era un ánima en pena, y nos tragamos un susto
descomunal. La noticia se corrió por el pueblo y los niños, durante unos días,
teníamos miedo de salir de casa.
III.- Ya
no volví a subir al coche de línea hasta
el año 54, cuando fuimos dos escuadras de muchachos del pueblo al Campamento. Además
aquel día, montamos por primera vez en tren, desde Zamora hasta San Pedro de
las Herrerías. Ya entonces la empresa Rufino, tenía otro autocar más grande y
menos viejo.
Hecho mozo, por lo menos una vez al
año, se repetía el viaje para ir al preventorio de San Martín de Castañeda y
con más frecuencia para correr, con la
OJE, el “campo a través”, lanzar el
peso o jugar al fútbol en el Pantoja. Un
año estuvimos allí acampados unos días. Por la noche, los de Benavente,
saltaban la tapia para ir a la “Muralla”.
A veces nos llevaban de excursión a
40 o 50 muchachos. En ese caso
alquilaban el camión de Guaricha y allí, en la caja, nos metían a todos a
granel. Fue muy sonado cuando fuimos al Congreso Eucarístico los de Acción Católica en el camión de Nano. Le
pusimos al camioneto un toldo de lona, apoyado en tablas que habíamos clavado
en la telera y los bancos de madera del “Centro”.
Cuando llegamos a Zamora aquello era
un hervidero, pero organizado y con orden. En la zona de “La Farola” una
multitud que, no obstante, dejaba libre la calzada, recibía con aplausos,
anunciadas por los altavoces, a las distintas embajadas provinciales, que
solían llegar en autocar; debió ser por el 59. Cuando nuestra camioneta enfila
la Avenida de “José Antonio”, con su pancarta al frente, el locutor, Vicente
Planells, que oficiaba las recepciones, con la típica voz ahuecada del NODO clamaba:
-“¡Ya llegan, no podían faltar, son los paladines del voto
Concepcionista, llega el pueblo de la
Inmaculada....” El camión paró, de la cabina se apearon Nano y don
Santiago, que era un cura joven; bajaron la trampilla de la caja y empezamos a
saltar muchachos, con el traje de los domingos, que parecía que nos paría el
camión. Más de cuarenta iríamos. La gente nos aplaudía. Nunca he participado de
un recibimiento tan caluroso.
Lo malo fue al regreso que nos
ocurrió lo mismo que cuando fuimos a echar las comedias a Villanueva, que se
acabó la gasolina, a las dos de la mañana y a diez kilómetros del pueblo.
¡Solución!:dejar allí tirado al Chevrolet, y llegar andando. Y, ¡todavía, el Nano, pretendía que
trajéramos el camión, unos empujando,
otros tirando por una cuerda y él conduciéndolo, hasta casa...!
Puede que por el año cincuenta y
siete, la Empresa de Rufino, estrenó dos autocares. ¡Qué
sensación produjo aquello...! Eran “chatos”. Parecía que no tenían motor, lo
llevaban dentro de la carrocería, y eran el doble de largos, por lo menos, que
los rechonchos anteriores. La gente salía a verlos, y algunos, los más listos,
medían con pasos su longitud: ¡Diecisiete pasos...!.
Es que “el coche de línea” era vital
para la vida de los pueblos que, como el nuestro, no tenían tren”. (En la rivalidad con los de Villanueva, ¡menuda
murga nos daban en los campamentos porque ellos tenían tren!, aunque fuera el
tren burra,...). Era el cordón umbilical que nos unía con el resto del mundo.
En él nos llegaba, y marchaba, el correo, cuando las cartas eran el único medio
de comunicación con el exterior, las noticias, aunque con retraso, en los pocos
“Yas”, “Abecés”, “Nortes”, e “Imperios”;
las medicinas, que “Aco” llevaba hasta la Farmacia. Cuando la riada del sesenta
y dos, cortadas las carreteras nos las trajeron en helicóptero de la guerra de
Vietnan.
El cisco, las mantas, los costales
lo traían en sus carros cisqueros y manteros; igual el pescado, Castañón, de la
Estación de Benavente. Las rejas, el aceite, el bacalao y el arroz lo acercaba
el carro azul del Sr. Goyo desde la estación de Castroverde. La madera los
montañeses de Cistierna y los trillos los de Cantalejo el día de la Feria.
IV.- Tan
cerrados como estaban los pueblos en sí mismos, tan interrelacionados sus
habitantes, llenos de niños y de jóvenes, llenos de vida, aun en medio de la
austeridad y la pobreza, conviviendo con los mayores en la iglesia, en la
plaza, en el juego de pelota, vivíamos muy pendientes los unos de los otros.
Saber quién viajaba, adivinar los motivos, era fundamental para conocer las
vidas de cada cual.
Iban algunas chicas, las menos, a
hacerse ropa con la modista de la ciudad. Tratantes a los mercados. Se iba al
médico y al “abogado”, (¿quién no
vuelve “consolado”?. A las Ferias de septiembre, acabado el verano,
a Valladolid....
Por el mes de marzo el “coche de
línea” nos llevaba a la mili, para
muchos la primera salida del pueblo. Cada mañana, el resto de los
quintos salían a despedir a los que marchaban; a los últimos ya sólo los
despedía su familia.
A veces marchaba una muchacha. Si
llevaba ya un tres meses sin ir al baile y a misa y la había dejado el novio,
y tardaba dos meses en regresar, o no volvía... ¡malo!: embarazo que ocultar y
nuevo inquilino en la inclusa. Las solteras pobres, que no tenían a donde
salir, alumbraban en el pueblo. A los dos o tres días, marchaban a la capital
y dejaban el envueltico en el torno.
Otras criaban al hijo con toda la dignidad del
mundo, venciendo la enorme presión del prejuicio pueblerino.
A la llegada de los coches, por la
tarde, el lugar estaba muy concurrido. Casi todos los muchachos del pueblo
andábamos por allí. A ver quién venía y si se caía llevar algún encargo.
En los días previos a las fiestas
de junio y agosto, ya alrededor del sesenta, era obligado estar en la espera,
habían de poner dos o tres autocares, de gente que venía; los mozos a ver qué chicas llegaban de la ciudad y, al revés las mozas.
Regresaban a la fiesta los primeros
emigrantes, traían pantalones vaquero y gafas de sol, nos miraban a los de aquí
por encima del hombro.
No digamos cuando llegaba un
funcionario o un maestro jóvenes. Ello despertaba
la ilusión de las mozas casaderas.
También utilizaban este medio de
transporte los mendigos para regresar de los pueblos próximos si ese día habían
abundado más las “perras gordas” que los rebojos y los “Dios te ampare”.
V.-La
hija mayor del Alcalde tenía veinte preciosos años. Su recatada belleza no era inferior a su bondad e inteligencia.
La pretendían todos los mozos terratenientes del pueblo, pero vino a pasar unas
vacaciones un muchacho que había marchado de niño a los frailes, que luego se
empleó en Madrid y allí, aun de las últimas quintas, lo pilló la guerra.
Combatió en el otro bando, pero, al acabar la contienda continuó en el ejército
nacional.
Habían pasado muchos años. El
niño delgaducho e inteligente volvía
hombre joven, culto y Sargento del
Aire; pero, su familia, según la expresión utilizada por los adeptos,
“era de la cáscara amarga”, y humilde.
Y, ¡mira por cuanto!, fue al baile y, ¡cómo no!: se enamoró de aquella
preciosa muchacha, y fue correspondido. Sobresalía de los patanes del pueblo en
cultura, en modales y, además, era
guapo.
Enterado el padre, un hombre, aunque
integro, muy radical, puso el grito en el cielo. Aquello no se podía consentir.
Destacó a un alguacil todos los días a la salida de “los coches”. Hasta que
no marchara el Sargento (y eso que, ahora lo era, del ejército de Franco), su
hija no saldría de casa, sino a misa, y con su madre.
Los muchachos enamorados que calaron
la jugada, idearon una treta: Pasados unos días, se puso el uniforme, cogió la
maleta y se subió al coche de Valladolid (allí cogería el tren para Madrid). El
alguacil corrió a casa del Alcalde: -¡Jefe, tranquilo que ya se marchó el
pájaro!- Lola ya tuvo libertad para salir, y pretextó ir a coger unas
flores al “Cercado”. Alberto se apeó en Villamayor, el primer pueblo, y regresó
caminando al “Cercado”. Al divisarse
corrieron al encuentro, se abrazaron, departieron embelesados platónicamente,
se juraron amor eterno.
Al poco el padre consintió la
relación y la boda. Fue un yerno querido. En los difíciles años cincuenta en
Madrid, con cuatro niños, al matrimonio no le faltaban las cestas del pueblo.
VI.- Un sábado, en el año sesenta y tres, yo venía
con permiso de la mili. Me junté con los muchachos del pueblo que, por ser pudientes, estudiaban el bachillerato internos en los Jesuitas de
Valladolid. Atrás, en el autocar, veníamos preparando juerga. Ellos, todavía,
eran adolescentes.
Por aquel entonces, el cobrador era otro muchacho, algo mayor que
yo, menudo, birojo, con muy mal genio que ya había intentado imponer su
autoridad en nuestra juerga, y venía de mala leche. En la parada de cada pueblo se bajaba, entregaba
y cogía los encargos, el correo y el
equipaje a los viajeros. Una vez todo cumplido, subía por la puerta de atrás, (era
ya un autocar de los largos) la cerraba de un portazo y le decía al conductor,
con un gracejo particular: ¡¡Vámonos...!!, y el coche reemprendía la
marcha.
Aquel día, en Villafrechós, después
del trabajo ritual, entró a por unas almendras garrapiñadas en la tienda de
Barrabuelo, y Javi, que era un demonio (hoy es cirujano cardiólogo en el
Gregorio Marañón), que también había
bajado, cuando lo vio dentro de la
tienda, subió, dio el portazo e imitando
su voz exclamó: ¡¡ Vámonos...!!, y
el coche emprendió la marcha sin el cobrador. El birojo salió corriendo,
pegando gritos: ¡para!, ¡para!, ¡para!, el conductor no le oía, y nosotros nos moríamos de risa. No sé qué
hubiera pasado si a la salida del pueblo no cruza un rebaño de ovejas. El “mal
genio” pudo pillar al vehículo, el conductor no se había enterado y, cuando se
repuso del jadeo, tuvieron una bronca sonora. Todavía hoy, al recordarlo me
vuelve a doler la barriga de risa.
VII.- Cuando me licencié, hube de plantearme la
vida. La poca labranza familiar no había
permitido que mi padre nos diera estudios. Por entonces, el bachillerato había
que ir a estudiarlo a un colegio caro de
Valladolid o Zamora. Estaba el recurso de ir a los frailes. Cada año venían y
llevaban buenas redadas de muchachos a estudiar para religiosos. A los que no
valían los mandaban pronto para casa. Los más espabilados estudiaban allí seis
o siete cursos, hasta que iban a entrar en el Noviciado. Entonces salían, les
convalidaban los estudios y se veían con el Bachiller que les valía para
estudiar Magisterio, por ej. . Incluso alguno, de cada hornada, llegaba a
“Cantar Misa”. Pero mi padre no quiso que ninguno fuéramos a timar a los
Seminarios, sin tener vocación.
Mi hermano mayor se había hecho Maestro a la vez que trabajaba
de recadero y mecanógrafo con un Abogado del pueblo. Yo en la Escuela, fui
hasta los 14 años, aprendí las cuatro reglas, ortografía, y todo lo que el maestro
pudo enseñarme. Mi hermano me enseñó a escribir a máquina y un poco de
Contabilidad , en su primera escuela, me examiné, al venir de la mili y obtuve
el “Certificado de Estudios Primarios”.
Ese título lo llevaba en la maleta,
junto con unas pocas viandas y un poco de ropa. Era todo mi bagaje cuando una
mañana cogí, en el año sesenta y cino, el “Coche de Línea” de Valladolid, donde
tomaría el tren para Bilbao.
Al perder de vista el caserío de adobe, o de ladrillo mudéjar de las
casas grandes, el silo y las torres de las Iglesias, las eras, en pleno trajín
de la trilla, se me soltaron las lágrimas.
¡Cuánto dejaba atrás...!. : A mi padre
que ya iba siendo mayor, pero había de seguir en la gleba, sólo ayudado por el
hermano pequeño, que era un crío. Mis hermanas echaban una mano para barrer el
solar, coger legumbres y vendimiar, pero las mujeres no iban a arar, ni a sembrar, ni a acarrear. A mi madre siempre
tan diligente en las tareas del corral y de la casa. Echaría de menos sus
manos, su regazo, su cuidado cariñoso.
Dejaba atrás amigos, el equipo de futbol, los partidos de pelota, las
partidas de cartas en el bar, los baños en el río y la Comendadora, el baile de
los domingos, las Novenas, los Misereres, la Misa y el Himno con los de Acción
Católica, las comedias; aunque con la emigración todo aquello se estaba
perdiendo, mi mundo rural se desmoronaba. De los 39 de mi quinta sólo quedaron
5 en el pueblo.
Dejaba atrás a Carmela, la novia desde cría que, venciendo el qué dirán,
salió a redespedirme, por sorpresa al coche, y corrió un poco tras él, hasta
que su velocidad desgarró nuestras almas
gemelas.
Al llegar a Bilbao esperaba en la estación uno del pueblo que había
estado en los frailes, y era encargado
de una gran empresa constructora. Le
mandaban a la llegada de los trenes de Castilla para ofrecer trabajo a los
muchachos que llegaban cada día.
Al día siguiente el pico, la pala y la carretilla. Ni mis manos ni mi
cuerpo lo extrañaban. (¡Pues no nos había endurecido la mancera...!. Y los garbanzos, el tocino y el pan. ¡Qué
buena mano de obra fuimos los labriegos castellanos!) Sí mi alma. Era aquella una lucha dura
desarraigados de besanas, de soles, de vientos oreadores, de cantos de carro,
de gallos y alondras..
Al poco, me sirvieron los conocimientos: me hicieron almacenero, luego
listero, he llegado a ser Jefe Administrativo de la Delegación de la Empresa en
Vizcaya.
Al año volví jubiloso, en el
“Coche de Línea”, (pusieron uno semanal de Bilbao a Zamora), a buscar a
Carmela. Aproveché las vacaciones para casarnos y preparar el pisico: había
alquilado uno en Portugalete.
Hemos criado y situado a cuatro
hijos, comprado el piso, con el resto de los ahorros hemos preferido restaurar
la casa de mis padres en el pueblo. Teníamos un pequeño turismo para andar por
allí, se lo he regalado al pequeño; ahora, cuando regresamos para quedarnos en el pueblo, volvemos en ¡qué “Coche de Línea”!.
No, ¡qué va!, no es un tartano como el de mi tío Bercario... La cantina
de Citos, el garaje de Rufino y la cuadra de los Contreras son ahora una
moderna Área de Servicio al Transporte
construida sobre rellenada Comendadora. (Cuando desaparecieron las yuntas que allí apagaban
su sed , las mujeres que allí iban a
lavar y el cauce que la alimentaba, se había convertido en un sucio basurero).
Cuando nos apeamos disfrutamos de este progreso compatible con el
entorno. Disfrutamos del aire que nos da en la cara con el mismo olor a campo, a mies madura.
Disfrutamos, en el retorno definitivo, de esa alegría, y del
confort (a pesar del latoso televisor con horribles películas de asiáticos,
llenas de sangre y de catanas) del moderno autocar que nos ha hecho, no
obstante, recordar tanto viaje entrañable en los viejos “Coches de Línea”.
9 comentarios:
Me parece que está publicado hace tiempo en el blog, pero por no buscarlo...
Ayer he conocido a dos señoras amantes de la lectura, por eso lo traigo a la cabecera.
Este relato no aparecerá en "Aquellos pueblos".
El coche linea está en marcha
y rufino está pitando
Y a los quintos del sesenta
Que pocas nos van quedando
¿como sigue?
Recuerdo algunas estrofas sueltas, con unos versos que no reunían gran calidad, pero bueno...
"Si en Quintanilla no hay quintos
señal que no hay matrimonios,
¡cómo no vendrá una guerra!
que los lleven los demonios".
"El pobre de Miguelín
ahora ya no está contento
puesto que le toca a África,
Por culpa el Ayuntamiento".
Unos quedan en España
Otros van para Melilla
Que suerte donde no hay quintos
Como Prado y Quintanilla
pero seguia algo de fotografias una sera para la novia etc que es donde ya no me acuerdo
Sí, esa es la estrofa que precede, a la primera que yo recordé.
.."Una es para la novia
que la ponga en la mesilla".
¡Una de esas señoras soy yo, Claudia!
Señor Agapito, que agradables momentos he pasado leyendo sus artículos. Me gusta su prosa, se lee bien, y que recuerdos acuden a la mente, porque aunque yo aún no había nacido, si me identifico con muchas de las cosas y costumbres que usted describe.
Le doy las gracias, para mi es un honor que me haya incluído en esa bonita dedicatoria, junto con mi tía Mª Carmen.
Un saludo de esta su ya amiga
Claudia
Que bonito el relato, como me he reido ( falta hace ) con el relato del Velas metido en la caja de madera, ¡¡ me lo imaginaba y me partia de la risa !!.
Y esos "versos" quien recuerde mas de esos que los publique, yo también me acuerdo del coche de línea y del tal Rufino.
La primera vez que me fuí a madrid, mi padre me llevó hasta zamora en él, para allí coger el Auto- Res.
¡¡ Madre mia que tirmpos !!, gracias Agapito por tu blog, hay que hacerte una estátua. Saludos.
¡Muchas gracias Claudia!
Comentarios como este tuyo son los que me animan a publicar, a seguir escribiendo.
Encantado de contar con tu amistad a la que correspondo con mucho gusto.
Agapito Modroño
¡Gracias! también a la segunda comunicante.
La mejor estatua son mensajes como el de Claudia y el tuyo. Tienes razón en la necesidad de la risa. A mí me surge con mucha facilidad. Y tú no sabes lo que nos tenemos reído en las reuniones de amigos, antes. Todavía ahora, si tengo ocasión, cuando consigo aparcar esa pena de fondo, me encanta, en grupo, contar anécdotas para reírnos todos.
Creo que el club de jubilados, que tan buena labor está haciendo, debería organizar alguna sesión para ello.
Un saludo.
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