domingo, 29 de agosto de 2021

FRAGMENTO DEL LIBRO ESCRITO POR EL LEONÉS JESÚS TORBADO, “TIERRA DE CAMPOS”, UNA TIERRA MAL BAUTIZADA, en que hace referencia a su paso por Villalpando, hacia 1967..

     

                                 

 

 

…….Pasadas las cinco entro finalmente en Villalpando, partido judicial de la provincia de Zamora, antigua capital de las Tierras del Condestable Velasco, en el siglo XVI, incorporadas a Burgos y una de las veinticuatro bailías o encomiendas que la Orden del Temple tenía en Tierra de Campos durante sus más gloriosos y bélicos tiempos, fecunda en salinas y trigo, a 712 metros de altitud sobre el nivel de las aguas mediterráneas de Alicante, etc.

Villalpando, o villa de la llanura, parece que fue una famosa ciudad romana llamadas Intercatía  de la que hablaba, al parecer, todo el mundo, nombre que indica lo mismo que el anterior: situada en un raso o llanura, entre dos cadenas de montes. Antes de meterme a discutir esto (porque alguien asegura que Intercatia es Paredes de Nava, en Palencia, como veremos con los eruditos del lugar), me siento ante una mesita al aire libre, sobre una plaza en paralelogramos adornada de pórticos y asustadas acacias. Doy unas palmadas, al estilo ciudadano, y el individuo que se sienta a mi lado se levanta como ante la presencia de un león. Asperamente me pregunta:

-¿Qué quiere?

-Pues…., un café, por ejemplo.

-No tenemos café.

-Bueno, pues leche sola.

-Tampoco tenemos leche.

-¿Y cerveza?

-Cerveza, sí.

-Menos mal.

El joven entra en el bar y sale con dos cervezas. Se sirve a sí mismo una y me coloca la otra sobre la mesa, junto a un vaso por el que acaba de pasar una bayeta generosa, a juzgar por los residuos que en él ha dejado. El joven se sienta, pasa los largos dedos sobre la cabellera abundante y mira de abajo a arriba a una muchacha gorda y con andares de vaca cojitranca que pasea por la acera. El joven es una criatura yeyé en letargo. Sus acampanados pantalones se cruzan armoniosamente bajo la mesilla, sus manos caen con displicencia sobre este pantalón, la cabeza se ladea finalmente a la izquierda.

-Oiga, ¿el servicio, por favor? –pregunto levantándome

-No tenemos servicios.

¿Y dónde se mea, entonces?

-Donde se pueda.

- O sea que aquí el alcalde deja ir echando los orines por las calles, como a perros en celo.

-Eso no lo sé. Lo que sé es que en el bar no hay servicios. ( Año 1967. Aún no había alcantarillado)

-Bueno, hijo, pues cóbrame la cerveza.

-Son doce pesetas.

-No te he invitado. Me refiero a mi cerveza.

-Doce pesetas

-¿Doce pesetas por una cerveza caliente? Déjame ver la tarifa de precios.

-No tenemos.

-Ah, tampoco. Pues no pago. Vete a dar cuenta al sindicato, si te parece.

- ¡Pues faltaría más! ¡Habrase visto turista semejante.

Recojo del suelo mi mochila con todo el vigor y la furia apropiados a estos lamentables momentos y tiro por una calle como el que camina hacia el seguro paraíso. El joven yeyé se queda un poco perplejo, pero su indolencia le impide moverse de la silla.

Las calles estrechas huelen a vacas, ovejas y marranos. Suena en alguna parte una musiquilla francesa. Ante las puertas de las casas, algunas mujeres cosen sus trapos al tiempo que murmuran sus historias. Llego hasta el arco de piedra o puerta de San Andrés donde figuran las armas del Condestable y donde se asienta toda la riqueza monumental viva del pueblo. Pegada a él, una casa de adobe con ventanucos estrechos parece sorberle la sangre. El arco desemboca en una laguna maloliente y, más allá, una senda se abre hacia los campos. El arco fue una de las más ilustres puertas de la villa.

Desando el camino, ahora orientándome por una poderosa torre. Resulta corresponder a la iglesia de San Nicolás, edificada en el siglo XIII, y pintadas sus venerables piedras de un horrible color blanco hace menos tiempo. Un cura está arrodillado leyendo su breviario. Me acerco a él y pronto se siente muy satisfecho de serme útil. El cura (párroco de San Esteban del Molar, ahora en vacaciones en el suyo propio), me cuenta la original historia de Miss Félix, nombre que en el siglo XI se dio a una imagen de  la Virgen María, que hizo como más o menos todas las imágenes españolas de la madre de Jesús.

Pero el cura pasa por alto esta consabida historia. Quiere hacer hincapié en un en un voto que la villa en pleno pronuncio ante esta imagen el día primero de noviembre de 1466, prometiendo honrar y defender la Inmaculada Concepción de María Santísima. De este voto quedan abundantes documentos. Incluso en el año 1908 se reconoció este voto como el primero hecho en el mundo en este sentido.

El cura se extiende en sus explicaciones a la pálida luz del crepúsculo. Levantando los faldones, me enseña la imagen de Mis Félix, pequeñita, oculta, sirviendo de sostén a una, sobre ella clavada, armadura de madera vestida con el peor gusto de la que sobresale el rostro edulcorado de una virgen del XVIII. Finalmente  promete enviarme un librito que está a punto de publicar sobre este importante acontecimiento.

Cuando lo recibo veo que el folleto, del que es autor el amable cura que me atendió, D. Primitivo Gutiérrez Chimeno, se titula: Villalpando y su tierra por la Inmaculada. 1466-1966, 5º Centenario del primero voto de villa del mundo en honor de la Inmaculada. (Penosa la poca gente que fue al entierro de don Primitivo, con tantos como él presidió, mientras tuvo unas mínimas fuerzas)

Entre abundantes detalles acerca de este voto transcribe uno de especial consideración, sobre el que podrían realizarse curiosas investigaciones sobre la capacidad digestiva de los clérigos y los pobres de Villalpando en aquella época. Helo aquí: Año 1471. Di el día de santa María de la Concepción a los clérigos 300 maravedís para un yantar por trabajo que toman en la procesión del voto, que está ordenada cada año. Este dicho día di de comer a 23 pobres, y lo que fue montan 125 maravedís.

El cura me señala la dirección del otro importante sitio de Villalpando: la iglesia de Santa María, hermoso templo románico levantado en 1170, monumento nacional o, mejor, ruina nacional. El ábside   hace sospechar lo primero, pero, dando la vuelta aparece la iglesia hecha una miseria de muros caídos, bóvedas hundidas, ventanales rasgados. Preguntó a dos mujeres si hay posibilidad de entrar allí, pues un tapial de ladrillo rodea las venerables reliquias.

-¡Huy!: no señor, eso está prohibido. Es  monumento nacional.

Sí, prohibido. ¿Para qué entrar? Los techos están abiertos a los vencejos y los muros separados para las arañas. ¿Para qué entrar? La historia, el honor del Condestable, la victoria de Almanzor, el amor popular a la Virgen están enterrados por los bares sin retretes, las calles con olor a excrementos y las sillas de las comadres que cosen sus trapos al sol. Vayamos pues a otro lado.

En una callejuela estrecha mozos y niños se apelotonan sobre una ventana donde van a sacrificar una vaca, hace unos días toreada en la plaza porticada y llevada a ese matadero tras ser corrida por el pueblo, sujeta con una soga. El matador no es un maestro del toreo, sino un carnicero de oficio. Uno de los niños sabe dónde hay un sitio para dormir. Su tía, precisamente suele dedicarse a esta rentable hospitalidad. Me lleva hasta la casa a buen paso y huye corriendo hacia el lugar del sacrificio después de decirme:

-Esa es. Dígale que yo le traje aquí.

-¿Y quién eres tú?- pregunto pero no le llega mi voz.

La cama que me alquila la mujer es mullida y levantada, de hierro con chirimbolos dorados. Por el precio que pretende cobrarme, en efecto, podían ser de oro estos pomos y, además, regalarlos a los clientes. Le preparo una escena semejante a la del yeyé del letargo y se contenta con ocho duros. Se ve que las gentes de Villalpando tienen conciencia de sus monumentos nacionales y del famoso voto de Misfelis. Yo, como pobre pecador, sacudo el polvo de mis botas a la salida de la villa, después de echar una cándida mirada el silo blanco como nueva civilizada catedral y a los altos malecones que rodean el cauce vacío del Araduey, y al ancho valle reseco. El colchón de lana no ha sido buen alivio para mis huesos.

 


 

 

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