…….Pasadas las cinco entro finalmente
en Villalpando, partido judicial de la provincia de Zamora, antigua capital de
las Tierras del Condestable Velasco, en el siglo XVI, incorporadas a Burgos y
una de las veinticuatro bailías o encomiendas que la Orden del Temple tenía en
Tierra de Campos durante sus más gloriosos y bélicos tiempos, fecunda en
salinas y trigo, a 712 metros de altitud sobre el nivel de las aguas
mediterráneas de Alicante, etc.
Villalpando, o villa de la
llanura, parece que fue una famosa ciudad romana llamadas Intercatía de la
que hablaba, al parecer, todo el mundo, nombre que indica lo mismo que el
anterior: situada en un raso o llanura, entre dos cadenas de montes. Antes de
meterme a discutir esto (porque alguien asegura que Intercatia es Paredes de
Nava, en Palencia, como veremos con los eruditos del lugar), me siento ante una
mesita al aire libre, sobre una plaza en paralelogramos adornada de pórticos y
asustadas acacias. Doy unas palmadas, al estilo ciudadano, y el individuo que
se sienta a mi lado se levanta como ante la presencia de un león. Asperamente
me pregunta:
-¿Qué quiere?
-Pues…., un café, por ejemplo.
-No tenemos café.
-Bueno, pues leche sola.
-Tampoco tenemos leche.
-¿Y cerveza?
-Cerveza, sí.
-Menos mal.
El joven entra en el bar y sale
con dos cervezas. Se sirve a sí mismo una y me coloca la otra sobre la mesa,
junto a un vaso por el que acaba de pasar una bayeta generosa, a juzgar por los
residuos que en él ha dejado. El joven se sienta, pasa los largos dedos sobre
la cabellera abundante y mira de abajo a arriba a una muchacha gorda y con
andares de vaca cojitranca que pasea por la acera. El joven es una criatura
yeyé en letargo. Sus acampanados pantalones se cruzan armoniosamente bajo la
mesilla, sus manos caen con displicencia sobre este pantalón, la cabeza se
ladea finalmente a la izquierda.
-Oiga, ¿el servicio, por favor?
–pregunto levantándome
-No tenemos servicios.
¿Y dónde se mea, entonces?
-Donde se pueda.
- O sea que aquí el alcalde
deja ir echando los orines por las calles, como a perros en celo.
-Eso no lo sé. Lo que sé es que
en el bar no hay servicios. ( Año 1967. Aún no había
alcantarillado)
-Bueno, hijo, pues cóbrame la
cerveza.
-Son doce pesetas.
-No te he invitado. Me refiero
a mi cerveza.
-Doce pesetas
-¿Doce pesetas por una cerveza
caliente? Déjame ver la tarifa de precios.
-No tenemos.
-Ah, tampoco. Pues no pago. Vete a dar cuenta al sindicato, si te parece.
- ¡Pues faltaría más! ¡Habrase visto
turista semejante.
Recojo del suelo mi mochila con
todo el vigor y la furia apropiados a estos lamentables momentos y tiro por una
calle como el que camina hacia el seguro paraíso. El joven yeyé se queda un
poco perplejo, pero su indolencia le impide moverse de la silla.
Las calles estrechas huelen a vacas, ovejas y marranos. Suena en alguna parte una musiquilla francesa. Ante las
puertas de las casas, algunas mujeres cosen sus trapos al tiempo que murmuran
sus historias. Llego hasta el arco de piedra o puerta de San Andrés donde
figuran las armas del Condestable y donde se asienta toda la riqueza monumental
viva del pueblo. Pegada a él, una casa de adobe con ventanucos estrechos parece
sorberle la sangre. El arco desemboca en una laguna maloliente y, más allá, una
senda se abre hacia los campos. El arco fue una de las más ilustres puertas de
la villa.
Desando el camino, ahora
orientándome por una poderosa torre. Resulta corresponder a la iglesia de San
Nicolás, edificada en el siglo XIII, y pintadas sus venerables piedras de un
horrible color blanco hace menos tiempo. Un cura está arrodillado leyendo su
breviario. Me acerco a él y pronto se siente muy satisfecho de serme útil. El
cura (párroco de San Esteban del Molar, ahora en vacaciones en el suyo propio), me cuenta la original
historia de Miss Félix, nombre que en el siglo XI se dio a una imagen de la Virgen María, que hizo como más o menos
todas las imágenes españolas de la madre de Jesús.
Pero el cura pasa por alto esta
consabida historia. Quiere hacer hincapié en un en un voto que la villa en
pleno pronuncio ante esta imagen el día primero de noviembre de 1466,
prometiendo honrar y defender la Inmaculada Concepción de María Santísima. De
este voto quedan abundantes documentos. Incluso en el año 1908 se reconoció
este voto como el primero hecho en el mundo en este sentido.
El cura se extiende en sus
explicaciones a la pálida luz del crepúsculo. Levantando los faldones, me
enseña la imagen de Mis Félix, pequeñita, oculta, sirviendo de sostén a una,
sobre ella clavada, armadura de madera vestida con el peor gusto de la que sobresale
el rostro edulcorado de una virgen del XVIII. Finalmente promete enviarme un librito que está a punto
de publicar sobre este importante acontecimiento.
Cuando lo recibo veo que el
folleto, del que es autor el amable cura que me atendió, D. Primitivo Gutiérrez
Chimeno, se titula: Villalpando y su
tierra por la Inmaculada. 1466-1966, 5º Centenario del primero voto de villa
del mundo en honor de la Inmaculada. (Penosa la poca gente que fue al entierro de don Primitivo, con tantos como él presidió, mientras tuvo unas mínimas fuerzas)
Entre abundantes detalles
acerca de este voto transcribe uno de especial consideración, sobre el que
podrían realizarse curiosas investigaciones sobre la capacidad digestiva de los
clérigos y los pobres de Villalpando en aquella época. Helo aquí: Año 1471.
Di el día de santa María de la Concepción a los clérigos 300 maravedís para un
yantar por trabajo que toman en la procesión del voto, que está ordenada cada
año. Este dicho día di de comer a 23 pobres, y lo que fue montan 125 maravedís.
El cura me señala la dirección
del otro importante sitio de Villalpando: la iglesia de Santa María, hermoso templo
románico levantado en 1170, monumento nacional o, mejor, ruina nacional. El
ábside hace sospechar lo primero, pero,
dando la vuelta aparece la iglesia hecha una miseria de muros caídos, bóvedas
hundidas, ventanales rasgados. Preguntó a dos mujeres si hay posibilidad de
entrar allí, pues un tapial de ladrillo rodea las venerables reliquias.
-¡Huy!: no señor, eso está
prohibido. Es monumento nacional.
Sí, prohibido. ¿Para qué
entrar? Los techos están abiertos a los vencejos y los muros separados para las
arañas. ¿Para qué entrar? La historia, el honor del Condestable, la victoria de
Almanzor, el amor popular a la Virgen están enterrados por los bares sin
retretes, las calles con olor a excrementos y las sillas de las comadres que
cosen sus trapos al sol. Vayamos pues a otro lado.
En una callejuela estrecha
mozos y niños se apelotonan sobre una ventana donde van a sacrificar una vaca,
hace unos días toreada en la plaza porticada y llevada a ese matadero tras ser
corrida por el pueblo, sujeta con una soga. El matador no es un maestro del
toreo, sino un carnicero de oficio. Uno de los niños sabe dónde hay un sitio
para dormir. Su tía, precisamente suele dedicarse a esta rentable hospitalidad.
Me lleva hasta la casa a buen paso y huye corriendo hacia el lugar del
sacrificio después de decirme:
-Esa es. Dígale que yo le traje
aquí.
-¿Y quién eres tú?- pregunto
pero no le llega mi voz.
La cama que me alquila la mujer
es mullida y levantada, de hierro con chirimbolos dorados. Por el precio que
pretende cobrarme, en efecto, podían ser de oro estos pomos y, además,
regalarlos a los clientes. Le preparo una escena semejante a la del yeyé del
letargo y se contenta con ocho duros. Se ve que las gentes de Villalpando
tienen conciencia de sus monumentos nacionales y del famoso voto de Misfelis.
Yo, como pobre pecador, sacudo el polvo de mis botas a la salida de la villa,
después de echar una cándida mirada el silo blanco como nueva civilizada
catedral y a los altos malecones que rodean el cauce vacío del Araduey, y al ancho
valle reseco. El colchón de lana no ha sido buen alivio para mis huesos.
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