LES CUENTO CÓMO PASÓ. Cap. I
Si
alguien entra la bitácora buscando descansar del aluvión de información sobre
Adolfo Suárez y la transición política, siento defraudarles. Pero sigan
leyendo, voy a exponer, muy resumida,
nuestra reciente historia, que viví bien informado entonces, con lecturas
posteriores, incluso con testimonios directos de un exministro, y de un amigo
íntimo de quien estuvo en aquella famosa terna.
No
se cuenta cómo fue la transición. Ahora, en el momento de canonizar a quien fue
tan denostado (ya se sabe lo de “a burro muerto…”), se le hace creer a la gente
que la dicha fue obra de Suárez, Carrillo y el Rey.
Empecemos
por el principio: el príncipe Juan Carlos. Creo que incluso Franco, que lo
había escogido para intentar perpetuar su dictadura, sabía, e incluso le
insinuó que aquello no iba a ser posible.
Quien
sí influyó en sus ideas democráticas fue su padre, D. Juan de Borbón, y su
perceptor, Sabino Fernández Campo. La figura de un rey constitucional, aceptado
por la mayoría era asegurarse su monarquía. Pero si sólo hubiera estado él en
esa onda, callado y a la espera, nada se hubiera conseguido.
Aparte
de intentos anteriores, como el famoso contubernio de Munich, silenciado y que
a nada condujo (todavía a Franco le quedaban años de vida), es a partir de
principios de los setenta, cuando se organiza un grupo de influyentes, que se
habían marcado el objetivo de transformar la dictadura (por entonces ya
dictablanda) paternalista en una democracia, dirigido por Alfonso Osorio,
formado por gente de dentro del régimen y de fuera, si bien todos de ideologías
liberal y democristianos, pertenecientes a la Asociación Nacional de Propagandistas Católicos, la Acción Católica,
para que nos entendamos, quienes se bautizaron con el nombre de Grupo Tácito.
Y así firmaban sus editoriales en el periódico “Ya”, conocido como el periódico de los Curas, puesto que pertenecía a la Conferencia Episcopal. Había un sector importante de la Iglesia Católica, los influidos por el Vaticano II, que se iban desvinculando del régimen y apostando por la apertura.
Y así firmaban sus editoriales en el periódico “Ya”, conocido como el periódico de los Curas, puesto que pertenecía a la Conferencia Episcopal. Había un sector importante de la Iglesia Católica, los influidos por el Vaticano II, que se iban desvinculando del régimen y apostando por la apertura.
Yo leía a los “Tácito” por las noches, en el
bar Estambul. Me iban convenciendo.
Los
militares, ocupada su cúpula por quienes de jóvenes habían vencido en la guerra
civil, estaban callados, recelosos y expectantes, si bien unos pocos, entre los
que destaca el Teniente General, Gutiérrez Mellado, se mostraban a favor de una
democracia plena. La cuestión era que deberían, cuando llegara el caso,
obediencia al rey, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas.
¿Y
el pueblo?: nada que ver con la situación social que condujo a la guerra civil.
Entonces había poco y, además, estaba mal repartido. “Cuando no hay fariña to
son riñas”.
Después
de unos primeros años en la posguerra, de miseria, de hambre (apenas mitigada
en los comedores de Auxilio Social) por las sequías y el aislamiento
internacional, sin alimento, vivienda, sanidad y educación igual para todos,
volvieron los embajadores, el trigo de la Argentina, la leche en polvo
americana y las bases. Europa se recuperaba de la gran guerra. Nuestros
trabajadores emigraban y mandaban divisas; empezaron a llegar los turistas; el
país se fue industrializando, se produjo el éxodo del campo a la ciudad. Estaba
todo por hacer: bloques y bloques de viviendas, fábricas, carreteras,
ferrocarriles... El empleo, apenas incorporada la mujer al mercado laboral, era
pleno.
En
las postrimerías del franquismo se había producido el desarrollo. Habíamos
pasado de la alpargata al “seiscientos”; del botijo a la nevera; se habían
construido hospitales y escuelas; la sanidad empezó a ser universal; quien ya
no podía trabajar, por la edad o enfermedad, cobraba subsidio…
Cierto
que no votábamos o poco (hubo un referéndum en 1966 y alguna otra votación por
ahí suelta), que no había “libertades”, aunque, en la práctica, la mayoría, tampoco las echábamos de menos, ya que cada
uno era libre de ir, venir, trabajar y divertirse, sin dañar a los demás, como
le viniera en gana.
Con
el estómago lleno nadie quiere líos. Después de los duros años de guerra y
posguerra, ya por los sesenta, la gente empezó a vivir bien. A las masas les
preocupaba su trabajo, su vida, su familia, su diversión: “El Cordobés”, Manolo
Escobar, Lola Flores, el Real Madrid…, y los guateques. Se llenaban los estadios,
las carreteras, las playas y plazas de toros. La inquietud política la
sentíamos muy pocos.
No
existía un clima general de protesta, ni siquiera de animadversión contra el
franquismo, salvo en escasas minorías, los comunistas, quienes, acosados por la
represión, actuaban en la clandestinidad.
El
PCE aglutinó a todos los luchadores, a los que nunca se rindieron durante la
dictadura. En el PCE, además de los comunistas de pura cepa, se afiliaron jóvenes
que no eran comunistas marxistas, sino simplemente demócratas antifranquistas.
Tal es el caso de Ramón Tamames, por ej., y del zamorano Amable García, hombre
de centro izquierda, quien nunca le perdonó a Franco que hubieran fusilado a su
padre por pertenecer al PRRS, y mantuvo la actividad que le fue posible,
compartiendo reuniones clandestinas, y cárcel, con Emilia “la Plina”. Esto me
lo ha contado él. Un hombre encantador.
Fruto
de ese jugarse el tipo, y a base de multicopista y octavilla, consiguieron
revueltas estudiantiles bien tempranas, en la Universidad de Madrid, ya en
1956. Pronto acalladas, resurgieron cuando vieron que Franco se acababa, y se
extendieron a la fábrica. Si tuviera que elegir un símbolo de la oposición al
franquismo, sería, sin duda, Marcelino Camacho.
Pinto
este cuadro para darle mayor mérito a quienes optaron por el cambio del
sistema.
No
existía en la España de los años setenta un clima generalizado de descontento.
Ni siquiera, después de muerto Franco (ante
cuyo cadáver, por cierto, desfilaron miles y miles de españoles) se produjeron
espontáneas manifestaciones masivas pidiendo la democracia, al estilo que las
que hemos visto estos días en Kiew, o las de Egipto y Argelia.
Ni siquiera, durante el primer gobierno de
Carlos Arias, Noviembre de 1975, hasta
que el rey lo dimitió, julio de 1976, cuando parecía que, con el intento de
lavado de cara aperturista del proyecto de ley de Asociaciones Políticas (eso
que se llamó el espíritu del “12 de febrero”), se iba a perpetuar el régimen,
hubo el menor movimiento de masas.
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